Durante lo que llevamos del actual sexenio y en el momento que ya frisa su última etapa, la aceptación sobre el desempeño del presidente de la República se mantiene con registros elevados. El hecho es referido por analistas y comentaristas como algo notable, al tiempo que tiende a relacionarse con los probables resultados de las elecciones federales del 2024. Tales aspectos ocupan la atención del presente texto.
Lo primero a señalar es que los rangos altos de aceptación sobre el desempeño presidencial no resultan extraños para el caso mexicano; incluso puede decirse que dicho fenómeno ha sido consustancial con el tipo de presidencialismo que se ha practicado en el país, como lo demuestran los registros que se tienen sobre las calificaciones que se les ha otorgado a los presidentes. Cierto, existen excepciones, pero éstas tienen el sentido de confirmar la tendencia apuntada, más que desacreditarla.
Los dos comportamientos inusuales, dentro de la tendencia franca de respaldo hacia la figura presidencial, tienen que ver con circunstancias puntuales; en un caso se relaciona con los constantes ajustes económicos y del marco devaluatorio que se correspondió con una fase de acomodo ante la llamada crisis de la deuda que experimentaron varios países, y de graves modificaciones al precio de diversas materias primas, desde luego del petróleo, y la elevación de las tasas de interés en el mundo, que en conjunto plantearon un nuevo escenario para México; en el segundo caso, los escándalos de corrupción que se vivieron en distintas instituciones y gobiernos locales, como el de la famosa “casa blanca”, marcaron una tendencia de desapego a la aceptación presidencial, pero aun así éste mantenía el respaldo de una base importante.
Fuera de los referentes anteriores, la figura presidencial siempre reportó márgenes de aprobación parecidos o hasta superiores a los que ahora se registran, de modo que se puede presumir su condición de atributo propio o peculiar de nuestro sistema presidencialista, de la cultura política que hemos construido, de las amplias facultades que tiene a su alcance quien preside el gobierno y del importante peso de los recursos e inversiones que canaliza.
Por otra parte, es menester discernir si los resultados de los comicios presidenciales se vinculan o se corresponden con la calificación que se tenga hacia la administración que termina. A este respecto debe mencionarse el caso del año 2000, como los primeros de una alternancia del partido en el gobierno, pero en circunstancias en donde la calificación que mereció la administración saliente fue singularmente positiva, al tiempo que alcanzaba un registro de lo más altos en crecimiento y estabilidad de la economía, recordando que el PIB se incrementó entonces en un 7%.
Lo anterior quiere decir que el escenario del primer relevo del partido en el gobierno tuvo lugar en el contexto menos esperado, pues ocurrió con un presidente bien calificado y con una economía en abierto despliegue. Cabe preguntarse qué lo explica; una primera respuesta consiste en asumir que el sistema electoral y de partidos se abrió a la posibilidad de la alternancia como un fenómeno que podía ocurrir conforme al impacto que pudieran tener distintos factores como lo son la penetración de las campañas políticas, el influjo de los candidatos, el discurso, las propuestas, la capacidad de los partidos, la comunicación y la mercadotecnia.
En efecto, el sistema de partidos dejó de ser hegemónico en cuanto a garantizar la permanencia de un partido en el poder, lo cual plantea una verdad de Perogrullo en el sentido que la alternancia ocurrió porque podía ocurrir; en ese mismo sentido corresponde la pregunta de si nos encontramos todavía en esa misma condición o de si, en su defecto, hemos retornado a una situación en donde la presidencia se asume como instancia que asegura la permanencia del partido en el poder.
De ser este último el caso, recuperamos un pasado de larga data y recorrido que habla de sistemas electorales y de gravitación severa de un esquema en donde el presidente no podía ser derrotado en la lucha electoral cuando planteaba su reelección, como reiteradamente sucedió con Juárez, con Lerdo de Tejada y con Porfirio Díaz, al grado de hacer necesaria una revolución para modificar ese estado de cosas; pero en la post revolución tampoco podía ser vencido en el sentido de permitir se diera el reemplazo del partido en el poder.
Cierto, la posibilidad de relevar al titular del poder ejecutivo pasó así por la no reelección, pero se recurrió a otra forma de conservar el poder, ya no por la vía de una persona en el ejercicio continuado de la presidencia; en cambio, cristalizó por el lado de la permanencia del mismo partido en el poder. Para hacer posible romper la continuidad asegurada de un partido en el gobierno, se puso en práctica una transición política.
Ahora, cuando se advierte el protagonismo presidencial para acreditar y promover que su partido se mantenga en la presidencia, se percibe el regreso de aquellos viejos lodos cuando se construyó un sistema político en donde el poder político establecido se encargó de que en su propio entorno se diera, en vez de un relevo, una sucesión sin alternancia.
Si el gobierno se inmiscuye en las elecciones, como ya pretende hacerlo, incorpora el móvil de evitar la sustitución de su partido como causa principal; retorna al viejo dilema entre democracia, autoritarismo y hegemonía, pervirtiendo la lucha por el poder.
En esa perspectiva, la popularidad del gobierno tiende a convertirse en la narrativa que de antemano legitime la permanencia de su partido en el poder y en la justificación ideológica para hacerlo, denostando o degradando la competencia política en condiciones de libertad para elegir entre alternativas y de permitir el triunfo de aquella que lo merezca a través de los comicios.