Es claro que la administración no confía en sus méritos para conservar la presidencia; directamente proporcional al temor de no lograrlo, instrumenta medidas que inhiben la competencia política y la posibilidad de la alternancia. Ciertamente, pretende afianzar el ejercicio del poder por una vía distinta a la democracia, aunque intenta mantener la apariencia democrática.
Se trata de una posición contradictoria, puesto que reconoce en otros lo que no está dispuesto a realizar por sí mismo. Así lo evidencian los elogios que reiteradamente realiza hacia el gobierno de Peña Nieto, en el sentido de encomiar su vocación democrática por su actitud en las elecciones de 2018, en cuanto inhibirse de entorpecer el reemplazo del partido en el gobierno; muy a pesar de que realiza duras críticas hacia otros rubros del desempeño de esa administración.
Para el gobierno actual pareciera que ser democrático es entregar el poder a otro partido, pues así lo denotan los elogios que también realizó y las cortesías que le corrió a la administración de Alfredo del Mazo, una vez que llegó al final de su administración en circunstancias de entregar el poder a otro partido, en este caso al que encabeza Delfina Gómez por Morena.
Así, los mayores elogios democráticos de este gobierno han sido hacia dos gobernantes, cuyo partido -el mismo para ambos- fuera derrotado en los relevos electorales respectivos, como lo fueron el de Enrique Peña Nieto y el de Alfredo del Mazo. Si ese rasero debe aplicarse de cara a los comicios de 2024, entonces la vocación democrática de este gobierno debiera acreditarse por su disposición para entregar el poder a otra fuerza política.
Sin embargo, la situación se perfila muy distinta e, incluso, opuesta a esa tesis; el gobierno hace todo lo posible, tanto dentro del marco de lo que permiten las disposiciones legales, como del arrojo por ir más allá -rozando lo ilegal- para construir un encuadre que le asegure retener el poder para su partido. Dentro del menú de acciones que realiza en tal dirección se encuentra la abierta promoción que realiza a favor de su partido, sin importar los señalamientos de la autoridad electoral, así como, por otra parte, la descalificación abierta o mal soterrada de la candidata de la oposición que, indubitablemente, habla de una abierta e ilegal injerencia en las elecciones.
El gobierno tiene la clara pretensión de jugar a ser el factor más importante en la decisión de los electores desde una óptica patrimonialista, la cual consiste en trasladar el respaldo y la simpatía de la que goza como gobierno, a la candidata de su partido. En un primer momento quedó simbolizada por la entrega del famoso bastón de mando, pero habrá otros hechos y actos que así lo acrediten.
Tras ese propósito ocurren un conjunto de acciones, como las de inaugurar o anunciar obras sin terminar, como ya sucedió con la Presa del Cuchillo para abastecer agua a Nuevo León, o como fue el caso de la Refinería de Dos Bocas que fue inaugurada en una de sus partes, a pesar de que su funcionamiento todavía se encuentra por realizarse.
Está en marcha una acelerada campaña para dar una apariencia de gran éxito al gobierno. En esa dirección se pretende la aprobación de un presupuesto de egresos que, por primera vez en los cinco años de esta administración -y ya para culminar su responsabilidad-, proyecta un importante déficit, alejándose de la disciplina y de la ortodoxia fiscal que lo había caracterizado.
Por otra vía, significa un lamentable retorno a la nociva práctica de algunos de los gobiernos anteriores que elevaban el gasto y la emisión de moneda, justo cuando estaba por terminar su encargo y que condujo a las reiteradas crisis sexenales que se produjeron de 1976 hasta 1994; mismas que habían sido ya conjuradas, en buena parte, por la autonomía del Banco de México que ha sido factor decisivo en la estabilidad monetaria.
Pero en este momento la modalidad es otra, pues no se trata de emitir moneda por arriba de lo recomendable, pues ya no puede hacerlo por la autonomía del banco central; la medida es operar con el respaldo de que dispone el gobierno en el Congreso, para aprobar un déficit fiscal a todas luces excesivo e inconveniente para una administración que termina, pero que resulta vital en el propósito de ampliar su margen de maniobra para vender una imagen de gran éxito en la culminación de su responsabilidad, coincidente con la etapa donde los electores normarán su criterio para sufragar.
Todo lo anterior, sin considerar el intento que tuvo el gobierno para modificar las normas electorales a través de una reforma constitucional que ya no pudo realizar por carecer de los votos necesarios para aprobarla; también el caso de su frustrado intento para su famoso Plan B, que consistía en modificaciones a la legislación secundaria, pero que fueron desechadas por la Suprema Corte de Justicia de la Nación por vicios en el procedimiento legislativo.
De todas formas, el gobierno emplea los medios a su alcance, para crear las condiciones que le aseguren que su partido se mantenga en la presidencia, a contracorriente de lo que pondera en otros gobiernos que evitaron comprometerse en la operación o en la generación de las condiciones electorales que favorecieran la permanencia en el poder de su corriente política.
El gobierno, en sentido contrario de lo que elogia en otros, busca claramente construir un sistema hegemónico que asegure la permanencia de su partido en el poder, a pesar de que ello significa abandonar el régimen democrático y de optar por uno de carácter autoritario.
La premisa de ganar a toda costa y por arriba de cualquier costo tiene una clara naturaleza antidemocrática.