Si de hacer un balance optimista se trata, con sostener que el más grande logro de López Obrador ha sido administrar la esperanza podríamos comenzar. Al 1 de septiembre, nos enfrentamos con estadísticas oficiales que no encajan en el discurso del informe presidencial, pero que tampoco importa mucho que sean tan distintos. Parece poco relevante que algunos hospitales se caigan a pedazos sin medicina y que ciudades completas recurran a encuartelarse en un auto asignado toque de queda frente a las otras realidades. No fuimos Dinamarca, pero si fuimos el país en el que la simple expectativa de mejorar, el sentimiento de camaradería y la idea popular acerca de que gobierna “uno de los nuestros”, fue suficiente no solo para seguir confiando y reafirmar el voto, sino para dejar de darle importancia a todo eso que no fue.

A estas alturas, desde la crítica y los medios resulta un poco ocioso insistir en que López Obrador es mentiroso o contrastar estadística con la realidad presidencial. Es ocioso intentar explicar con números y términos rebuscados sobre su propia realidad como si no la estuviesen viviendo.

Lo interesante es explicar cómo es que cuando la estadística y los datos decían que no estábamos tan mal, el descontento junto al hartazgo y el rechazo a los gobernantes del PRI y del PAN construían un malestar generalizado en el que nada de lo poco que pudiera hacerse bien sería reconocido ni disfrutado. El grave error de los tecnócratas fue trabajar únicamente para mejorar variables e indicadores que solo se reflejaban en los datos leídos por los financieros, economistas y todo tipo de científicos sociales que le quitaron lo social a la ciencia al olvidarse de la legitimidad. Creyeron que los formalismos, las ropas caras y las vidas personales lujosas, de revista, serían suficiente para mantener un esquema cuasi aristocrático, en el que solo un grupo económico tenía acceso al poder.

Hoy el México de López Obrador es al revés. No hay una sola mejora en aquellas variables neoliberales y tecnócratas que califican como bueno o malo a un gobierno. Ni siquiera ya importan. No están en el debate popular, nadie llega al mercado o se sube a un taxi comentando lo grave de haberse endeudado por cantidades que representan el 49.7% del PIB al concluir 2024 según la Secretaría de Hacienda. Tampoco existe en el ideario colectivo popular una preocupación por el déficit fiscal que enfrentará la presidenta electa para sostener los programas sociales. Ni siquiera me atrevería a decir que son voluntades compradas por programas sociales como muchos analistas afirman, sosteniendo que las transferencias directas hicieron que la aprobación de López Obrador y los resultados electorales en beneficio de Claudia Sheinbaum alcanzaran el altísimo nivel que alcanzaron.

López Obrador conquistó la identidad de una mayoría no representada antes, que no se sentía vista porque tanto la prensa y medios de comunicación corporativos como los primeros en acceder a internet y sus redes sociales eran de una clase distinta. López Obrador administró la esperanza. Logró que el descontento y resentimiento se volcaran a una confianza que este domingo tenía a cientos de personas con lágrimas en los ojos. Conmovidos de vivir un sexenio en el que, tal vez, por primera vez sintieron que su voto valió.

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Ese es el gran fracaso de los grupos opositores identificados con la derecha que no se encuentran. Los que ayer empañaron una protesta genuina, como la del movimiento estudiantil de las facultades de derecho del país, con su protagonismo innecesario y obsoleto. Nadie quiere escuchar los discursos a pie de calle de Javier Lozano ni de Lorenzo Córdova. Menos los de Margarita Zavala, cómplice de la peor y más falsa “guerra contra el narco”. Ni un solo estudiante de derecho debería permitir que aquellos abogados que en el pasado corrompieron el sistema con su tráfico de influencias para construir “Reality shows” como la detención de Florance Cassez marcharan a su lado. Pero en esa fracasada furia en la que repiten las cifras macroeconómicas de la inflación, las muertes y mientras son agoreros del caos, la gente está conmovida y está feliz.

Si acaso, lo que olvidaron es que la primera regla para que un país salga adelante es que su gente se sienta bien y tenga la convicción de que podrá salir adelante. Por otro lado, lejos de los indicadores diseñados por y para especialistas, sí existe un cambio en la realidad de miles de personas que viven distinto y mejor que antes. Desde el incremento al salario mínimo hasta la asignación de programas que brindan dinamismo a la economía.

Con las mujeres, López Obrador dejó una deuda enorme. No solo fue el grupo más ignorado, sino que todas las estructuras que existían para aligerar las cargas de los cuidados y romper el patriarcado que les ordena quedarse en casa a limpiar, hacer de comer y atender, fueron destruidas. Fue el grupo que ingresó con mayor crudeza a la informalidad, o sea, quienes vieron lesionado el derecho al trabajo y al ingreso propio. Fueron quienes más incertidumbre vivieron al momento en que desde la salud federal, se abandonó la atención de cáncer cervicouterino y cáncer de mama. Como si el paquete de esperanza adquirido por México, le hubiese prometido devolver a las mujeres al sistema social previo a los años 70 para convertirnos, de nuevo, en las abuelas y las madres culpables de los hijos mal portados que deban quedarse en los hogares y limitarse a dejar el espacio público a esas otras mujeres. Las que si pueden.

La deuda en desapariciones y la crisis en derechos humanos, además, parecen justificadas silenciosamente por una nueva ley del más fuerte (¿o del más bueno?) con la que pareciera, que aquellos desaparecidos y detenidos son vistos como responsables de su propia desgracia, pues “algo habrán hecho”. La esperanza fue tan potente durante este sexenio que ni la solidaridad con los 43 desaparecidos de Ayotzinapa se pudo sobreponer. Los padres que marchaban acompañados de miles de personas se han convertido en una veintena que siguen reclamando a las puertas cerradas de Palacio Nacional. No era entonces Ayotzinapa ni la violencia, ni todo lo que pasa, sino el descontento con la clase política que antes gobernaba y que ahora, se ha diluido.

En el fondo, podemos reconocer que los ánimos sean positivos, que muchos cargan la nostalgia del presidente que se va y el goce de que sea Morena quien se queda gobernando. Aunque después de toda borrachera jubilosa se advierta una resaca por años que traerán la reforma judicial y los excesos conferidos a la SEDENA y a la Guardia Nacional.

X: @ifridaita