La construcción de un entramado satisfactorio para ordenar y resolver la elección de los representantes a los cargos de representación popular identifica a la parte nodal de la democracia electoral. En torno de ella existe una larga narrativa que atraviesa por diversas reformas legislativas para edificar las instituciones, diseñar los procedimientos y las vías de resolución de controversias o querellas sobre la materia, las cuales se han sustentado en acuerdos con las distintas corrientes políticas.

Como parte de las primeras reformas correspondientes a la legislación que emanó de la Constitución del 17, se encuentra la de 1946 que creó la Comisión Nacional de Vigilancia Electoral, misma que fue el primer organismo de carácter federal creado para centralizar la organización de los comicios (es el antecedente más remoto del actual INE), pues antes de existir éstos se realizaban a través de los estados y los municipios como parte de un proceso complejo que dio lugar a no pocas controversias.

El hecho es que el propósito de la materia electoral, en su primera etapa, fue crear las mejores prácticas posibles para la verificación de los comicios, de modo de reducir los conflictos reiterados dentro de un ambiente de claro dominio del PRI (con sus antecesores PNR y PRM).

En una segunda etapa se pretendió crear un sistema que propiciara la incorporación de diputados opositores, pues a pesar del peso político de algunas figuras, no ganaban directamente en los distritos correspondientes; se crearon entonces los llamados diputados de partido (1963) que aportaron un mecanismo para que accedieran al Congreso; otro tanto ocurrió con la reforma de 1977 que instituyó el sistema electoral mixto con diputados de mayoría, junto con los de representación proporcional conforme al porcentaje alcanzado en los comicios.

En esa segunda fase la idea fue impulsar la pluralidad política en el Congreso, con una tendencia ascendente en el marco de la evolución que significó el paso de los disputados de partido a los de representación proporcional; se consolidó entonces la premisa de que las reformas electorales debían tener el amplio respaldo de los distintos partidos como una medida favorable a la expresión de las distintas corrientes y para que sus disputas se canalizaran en el espacio parlamentario.

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Las subsecuentes reformas electorales caminaron por esa vía de los consensos. Es evidente que detrás de ello se encontraba la idea de que, por tratarse de disposiciones relacionadas con la forma de resolver la lucha por el poder, resultaba obvia la necesidad de contar con la satisfacción de los competidores o fuerzas políticas que protagonizaban la disputa política. De forma implícita se formuló una ecuación consistente en que los acuerdos generarían entendimiento entre los distintos partidos; la falta de ellos, propiciaban la confrontación y los conflictos.

Así, las adecuaciones a las disposiciones electorales que se aprobaron en 1987, 1989, 1993, 1994, 1996, 2007 y 2014, tuvieron lugar en un marco de amplios consensos entre los distintos partidos, lo que fue fundamental para que hubiese confianza en el sentido de que la participación política se diera en condiciones de normalidad y que se pudieran resolver los conflictos o las inconformidades planteadas en el marco institucional y de las leyes que regulan la competencia por el poder.

En la lógica de las adecuaciones a las normas electorales estaba dar respuesta a los problemas que se iban planteando en los distintos comicios: así, por ejemplo, a propósito de las elecciones presidenciales de 2006 se incorporó la disposición de disminuir el gasto y el tiempo de las campañas electorales.

Como se puede advertir, una premisa necesaria e insustituible para el éxito de las reformas electorales ha sido el respaldo de los distintos partidos, de la opinión pública y los especialistas, a través del análisis y discusión de las iniciativas y de su modificación conforme a los consensos alcanzados. Conforme a esa línea, es fácil entender el contrasentido en que cae el gobierno respecto de su afán para impulsar, ahora, una reforma electoral que no cuenta con la simpatía del conjunto de los partidos; tampoco es comprensible que lo intente y persevere en ello, una vez que la discordancia que concita se ha hecho más que manifiesta.

Todo lo anterior lleva a una grave paradoja que es la de pretender cristalizar reformas rechazadas por las fuerzas políticas que deben someterse a ellas, y que sólo cuenta con la simpatía del gobierno, su partido y de los partidos que se le han asociado; es decir que la oposición rechaza la legislación que se pretende instrumentar, de modo que el intento luce como imposición para hacer valer criterios e intereses políticos de una sola de las partes y que ya plantea el riesgo de retornar a la etapa de los conflictos electorales reiterados, a gobiernos que se instalan con el respaldo de las fuerzas armadas y al riesgo inmanente de inestabilidad con todas las consecuencias de ello.

En otras palabras, la tradición fuertemente arraigada en el sentido de que las reformas electorales se instrumentaban con el respaldo del consenso amplio entre las distintas fuerzas políticas ha sido fracturada, hecho que agrava y polariza la vida política del país. El interés del gobierno por encaminarlas, a pesar del amplio rechazo opositor, se inscribe dentro de una práctica con claro sesgo autoritario.

Se rompe el consenso democrático y se pone en vilo a las elecciones.