“Señor, deja que diga la gloria de tu raza,
la gloria de los hombres de bronce, cuya maza
melló de tantos yelmos y escudos la osadía:
!oh caballeros tigres!, oh caballeros leones!,
!oh! caballeros águilas!, os traigo mis canciones;
!oh enorme raza muerta!, te traigo mi elegía.”
La Raza de Bronce, Amado Nervo
No creo tener una sangre pura. Ni es puramente indígena ni es puramente española o francesa. Tuve una bisabuela que parió los hijos no oficiales de un sargento francés que conoció en Veracruz. Pero tampoco creo tener esa sangre. Unos parientes lejanos de Tijuana y Sonora, familiares “Yaquis” que no me heredaron cromosomas tan valientes como tienen los que resisten en la frontera norte. El hecho es que soy una sangre sucia.
Una mezcla y producto inerme de un conjunto de identidades: hija del mestizaje, mestiza.
Desde que se estudiaba en las clases el concepto de “raza superior” por la pureza sanguínea que Hitler deseaba preservar, me imaginaba lo difícil de identificar qué sangre es más pura que cual si en realidad, el mundo se ha poblado en el intercambio. La tendencia genética privilegia la diferencia, por eso aquellos que se reproducen tan solo entre sí, en esquemas de endogamia, acumulan enfermedades, esterilidades y padecimientos que los dejan fuera de la línea de existencia.
Cuando Amado Nervo presentó su poema en julio de 1902 en honor a Benito Juárez, en la Cámara de Diputados, “La raza de bronce” se convirtió en un símbolo identitario no solo para México, sino para todos los sitios de América Latina que compartieron el sentimiento de herida por un encuentro al que la historia le llamó “descubrimiento” y posteriormente, “conquista”.
Descubrimiento porque antes de 1492, se presume ignorancia sobre nuestros territorios desde la visión euro centrista, pues existimos mucho antes, con tradiciones y cosmovisiones hermanas ya que nuestro continente no tenía la división política que hoy tiene.
Tan es así, que en Bolivia se publicó en 1919 la Raza de Bronce de Alcides Arguedas, la historia de esclavitud y opresión contra indígenas andinos desarrollada mediante una historia de amor que revela dos grandes visiones distintas: una, la de la imposición violenta de una realidad distinta que ellos creían superior frente a otra, la que tuvieron indígenas profundamente conectados con la naturaleza.
Sabemos cuál es la visión que triunfó. Sin embargo, bien recordaba el columnista Juan Javier Córdova refiriéndose a la otredad indígena, el racismo y la condescendencia como forma de discriminación hoy que se enaltecen a los pueblos sin reconocerles autónomos: es un error historiográfico, decía, juzgar el presente conforme a los valores del pasado.
Por eso es que hoy no estoy segura sobre el sentimiento correcto a evocar por nuestra sangre hija de mezclas, producto de guerras floridas, circunstancia de violaciones a mujeres indígenas y fruto de colonizadores.
¿Deberíamos celebrar aquellas mezclas que nos dieron vida y existencia? ¿Deberíamos sentirnos culpables de aquellas bisabuelas, abuelas y madres que nos tuvieron a punta de presiones y violencias? ¿Deberíamos pedir disculpas a las naciones de donde emanaron nuestros inquilinos que nunca fueron bien recibidos? O bien, podríamos simplemente reconocernos como las sangres sucias que somos, abrazando nuestra existencia, sin juzgar al pasado ni juzgarnos a la luz de él.
Aun así, seguimos siendo hijos de la raza de bronce, herederos de las pieles doradas y los temperamentos fuertes. Pero también somos los López, los Gómez, los Hernández, los Pérez y todos los apellidos españoles. Somos los mestizos. Los hijos de la generosidad y la igualdad espiritual en la que no hubo manera de guardar la pureza racial indígena. Mexicanos, que no ya mexicas. Somos los mismos que antes de que los 12 de octubre fueran renombrados como “Día de la Nación Pluricultural”.
Los que coincidimos en el plano cultural, lingüístico, territorial e histórico. Los que hoy somos frutos del amor y no de la guerra, los que crecimos libres de abrazar cualquiera de las dos, o ambas, o tantas cuales tengamos, identidades. Los que no recibimos la imposición de una religión, los que tenemos el privilegio de que ningún gobernante intentara borrarnos el pasado. Las generaciones de la reconciliación y la compasión del producto histórico y materialista del que emanamos. Las que tenemos oportunidad de no juzgarnos ni segregarnos. Las que podemos leernos como hijos de nuestros contextos sin imponernos odio al porcentaje de sangres europeas que nos corren por las venas, diluidas seguramente, entre el coraje identitario que hoy nos creemos.
“«¿Que quiénes somos? Los gigantes
de una raza magnífica de bronces.»
Yo me llamé Netzahualcóyotl y era
rey de Texcoco; tras de lid artera,
fui despojado de mi reino un día,
y en las selvas erré como alimaña,
y el barranco y la cueva y la montaña
me enseñaron su augusta poesía.
“Mas al irte, Señor, hacia el ribazo
donde moran las sombras, un gran lazo
dejabas, que te unía con los tuyos,
un lazo entre la tierra y el arcano,
y ese lazo era otro indio: Altamirano;
bronce también, mas bronce con arrullos.
Nos le diste en herencia, y luego, Juárez,
te arropaste en las noches tutelares
con tus amigos pálidos; entonces,
comprendiendo lo eterno de tu ausencia,
repitieron mi labio y mi conciencia:
— Señor, alma de luz, cuerpo de bronce.
Soy una chispa; ¡enséñame a ser lumbre!
Soy un gujarro; ¡enséñame a ser cumbre!
Soy una linfa: ¡enséñame a ser río!
Soy un harapo: ¡enséñame a ser gala!
Soy una pluma: ¡enséñame a ser ala,
y que Dios te bendiga, padre mío!.
Tú escuchaste mi grito, sonreíste
y en la sombra infinita te perdiste
cantando con los otros almo coro.
Callaba todo ser y toda cosa;
y arriba era la noche misteriosa
jardín azul de margaritas de oro...”
La Raza de Bronce, Amado Nervo”