Si bien es cierto que las normas electorales son el instrumento más evidente de distorsión política, pues establecen cómo se traducen los votos en espacios de representación; también lo es que, en los regímenes presidenciales, las políticas de gobierno y la orientación del presupuesto público son el medio más claro de influencia para incidir en el comportamiento electoral.
Cierto, la determinación de las normas electorales es tal que por eso se entiende la centralidad de las reformas que experimentaron en la transición democrática mexicana, pues a través de ellas fue posible impulsar la pluralidad política, la competencia política y, finalmente, la alternancia de partidos en el poder.
Es fácil advertir cómo cuando el sistema electoral era uno de mayoría pura, en donde los diputados electos eran sólo aquellos que ganaban con el más alto número de votos en sus respectivos distritos (el que gana, aunque sea por un voto, gana todo; mientras el que pierde, pierde todo a pesar de alcanzar un número importante de sufragios), la oposición era prácticamente inexistente en el Congreso, en tanto regularmente obtenían el triunfo los candidatos del partido más poderoso.
La incorporación de los diputados de partido en 1964 y después los de representación proporcional en la reforma de 1977, dio cauce a la pluralidad política; sin esas medidas difícilmente se hubiera alcanzado el rostro diverso que actualmente tiene el Congreso. Desde el lado de los electores, el paso del sistema de mayoría a incorporar el de representación proporcional, significó una evolución importante, pues en el primero de ellos, quienes no habían sufragado por el candidato ganador se quedaban sin incidir en la conformación de la Cámara de Diputados; esa omisión quedó superada con los diputados por la vía de la representación proporcional, pues entonces sí contaron sus votos a través de la nominación de los plurinominales.
A su vez, la competencia política evolucionó a partir del fortalecimiento del régimen de prerrogativas a los partidos políticos por medio del financiamiento público y de acceso en los espacios oficiales a los medios de comunicación en radio y televisión, así como al regular y delimitar la propaganda oficial del gobierno y de los funcionarios públicos en las etapas electorales, pues su inclinación por apropiarse de los programas públicos y de las políticas sociales para favorecer al partido en el poder, está más que acreditada.
En cuanto a la integración del Congreso y desde la óptica del sistema electoral mixto, que combina a los diputados por el sistema de mayoría con los de representación proporcional que existe en México, tiene la más alta relevancia la aplicación de las reglas para resolver la proporcionalidad, pues ellas resultan decisivas para establecer no sólo el número de diputados que tiene cada partido, sino cómo se traduce la voluntad diversa de los electores en la representación.
Conforme a ello, la ecuación que pretenden desde el gobierno de que la relación de votos para la Cámara de Diputados obtenido por Morena y sus aliados del 54% del total (270 diputados), se traduzca en una representación que alcance la mayoría calificada, es decir más de las dos terceras partes del total de los 500 diputados (334), que significa un porcentaje adicional al obtenido por ellos en más de 12 puntos porcentuales, es una pretensión por demás arbitraria pues rebasa el 8% de sobrerrepresentación que la Constitución acepta.
Cierto, se aduce para ello que la propia Constitución prevé que tal límite de sobrerrepresentación es aplicable sólo a los partidos, por lo que excluye a las coaliciones, de modo que a través de ellas es posible alcanzar mayores espacios en la cámara; sin embargo es un criterio que se ampara en la literalidad de la norma, y deja de lado una interpretación que se apegue a su espíritu, y que se desentiende de la voluntad de los electores, quienes al votar en un 46% por los partidos de oposición, se expresaron porque ésta tuviera un peso y participación consecuente con la voluntad que manifestaron.
De forma singularmente peligrosa y con efectos múltiples para la vida democrática y republicana del país, se presentan dos brutales impactos; uno aún se puede evitar por parte del TRIFE, que es el de caer en una abusiva sobrerrepresentación que prácticamente anularía a la oposición, esto al margen de la opinión y aun en contra de la voluntad de los electores; la otra ya ocurrió, con daños importantes a la competencia política, mediante la intervención del ejecutivo federal en las elecciones, tal y como lo reconoce el propio TRIFE.
Por la vía de ambas distorsiones, la de la sobrerrepresentación y la correspondiente a la intervención abusiva, reiterada y rebelde a los llamados de la autoridad electoral, se genera una brutal distorsión de nuestro régimen político, de modo de pasar de uno de carácter democrático a otro con claro sentido autoritario y con el significado de infringir una declinación, que puede ser irreparable, del régimen republicano que, a través de la historia, hemos querido configurar.
Es necesario recordar que, el principio de no reelección para el presidente de la república fue el primer instrumento de control que se estableció para limitar y controlar la definitiva influencia de la presidencia en las elecciones, de modo que cuando su titular pretendía repetir en el cargo, invariablemente ganaba, como lo demostraron los casos de Benito Juárez, Sebastián Lerdo de Tejada y de Porfirio Díaz.
Más adelante -y ya resuelta la no reelección-, se consideró necesario por todos los actores y fuerzas políticas, limitar y prohibir la intervención presidencial en las etapas electorales, puesto que su participación fractura la competitividad de los comicios, como de sobre lo acredita nuestra historia. Tal intervención se produjo y ha sido acreditada por el TRIFE en el caso reciente de nuestros comicios; por si fuera poco, el exceso de poder que ello implica tiende ahora a expandirse con la sobrerrepresentación de una fuerza política y de sus aliados en el Congreso.
Si bien lo primero no pudo impedirse, pues se carecen de facultades específicas por parte de la autoridad electoral para pretender lograrlo -por lo que la participación del gobierno en las elecciones sólo pudo ser motivo de advertencias y señalamientos-; lo segundo, que es preservar la pluralidad política por la que se pronunciaron los electores, sí puede y debe ser garantizada por el TRIFE.