La sobrerrepresentación que tenemos conforme al sistema que define la integración de la Cámara de Diputados, y que de forma vana pretende sujetarse a límites, es tan evidente que, secuencialmente, ha sido atacada por las fuerzas políticas que en su momento fueron las más representativas e, incluso, por personajes que primero la criticaron y ahora la respaldan.

Los argumentos se acomodan en función de los intereses de quienes participan en el debate, y respecto de la posición que ocupan en el momento en que lo hacen. Cuando se es beneficiario, se defiende; cuando perjudica, se le recrimina. Entre otras cosas, por eso no cabe pretender una interpretación literal sobre el precepto legal que la establece, pues la polémica emana del apego rígido a lo prescrito, de modo que escudarse en la letra de lo que establece, implica abandonar la naturaleza, desarrollo e intencionalidad de la propia norma, en aras de una solución evasiva y huera.

El problema viene desde la reforma electoral de 1986 que modificó la integración de la Cámara de Diputados para que pasara a estar constituida por 500 miembros, en vez de los 400 que anteriormente la conformaban.

En esa ocasión se incorporó la famosa cláusula de gobernabilidad consistente en que, si ningún partido obtenía un porcentaje equivalente a un 50% más uno del total de la votación efectiva y tampoco triunfaba en más de la mitad de los distritos electorales, se le otorgaba al que hubiese ganado en más distritos el número de diputados necesarios por la vía de la representación para disponer de la mayoría absoluta de los escaños.

Con ello se aceptó distorsionar, por medio de la ley, la integración de la Cámara de Diputados, puesto que se admitió la posibilidad de que su conformación se alejara del peso que el voto había otorgada a cada partido a través de sus candidatos. En los hechos se asumió una especie de paternalismo a la fuerza política mayoritaria, aunque por la vía de reformas políticas posteriores se acotara la sobrerrepresentación posible al 8 % y se topara también el número máximo de legisladores para cada formación política a 300, lo que parecía corregir el exceso de la sobrerrepresentación de 1986, al tiempo de proteger a la pluralidad política.

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En los hechos convivieron dos tendencias contrarias, una que favorecía a la fuerza política con más presencia, y otra que miraba hacia el impulso de la pluralidad política. Tales inclinaciones se volvieron desquiciantes cuando a pesar de que a través de las coaliciones los partidos buscaron fortalecer su presencia, éstas fueron desconocidas a la hora de calcular la sobrerrepresentación y pretender que sólo se aplica a los partidos.

Así, las coaliciones se convirtieron en los grandes prófugos de la ley, en tanto que a través de ellas fue posible evadir las condiciones establecidas para favorecer a la pluralidad política por la vía de alentar la presencia de los partidos opositores y minoritarios. Al interpretar así la literalidad de la norma se produce un regreso a la desquiciante super mayoría que la reforma de 1986 previó para garantizar que siempre hubiese un partido con la mitad más uno de los escaños en la Cámara de Diputados.

Incluso, la resolución de la mayoría de los consejeros del INE en la pasada sesión que tuvo lugar para definir la integración de la Cámara de Diputados, plantea, en los hechos, una situación que se torna más desquiciante y torcida respecto de la definición que se tuvo en 1986 con la cláusula de gobernabilidad, y que no en balde se modificó en las siguientes reformas.

En 1986 se puso el huevo de la serpiente pues se buscó construir siempre una mayoría política en la Cámara de Diputados, sin importar que fuera distinta a la voluntad del electorado. El pretexto fue garantizar la gobernabilidad evitando la dispersión extrema de los partidos en el Congreso, sin una fuerza preeminente. Es evidente que esa pretendida solución optó por distorsionar la integración de la Cámara de Diputados, al tiempo de evitar la salida que pudo haberse dado por la vía de los gobiernos de coalición.

Se cobijó así una clara pulsión autoritaria que carcome a nuestra democracia.

El huevo de la serpiente germinó y ha dado vida a la nueva especie. Tenemos ahora una figura extraña que camina hacia atrás, que busca hacer sucumbir a quienes no se le pliegan y que cuenta con un veneno más potente que hace casi 40 años. La literalidad lo ampara y funda su ideología.