La autocracia ya no es un riesgo latente, es una realidad innegable. Hemos sido testigos de un despliegue constante y sistemático de autoritarismo, y ahora nos encontramos en la antesala de algo aún más preocupante: la militarización de la seguridad pública y otras funciones que, antaño, dependían de las instituciones civiles. El peligro es claro y profundo.

El obradorato ha demostrado ser un régimen inquisidor, censor y, peor aún, vengativo. Sus seguidores, una feligresía cada vez más entregada, aplauden y celebran la venganza institucionalizada. Me resulta trágico que haya quienes vean con júbilo el exilio, las condenas, las persecuciones. El hecho de que cualquier privación de libertad se convierta en motivo de regocijo es profundamente inquietante. Esto no es justicia, es odio disfrazado de corrección moral.

Que alguien rinda cuentas ante la ley, está bien. Pero que el castigo se convierta en un espectáculo que provoque júbilo, debería alarmarnos a todos. El rencor ha permeado, y lo ha hecho de una manera insidiosa, que normaliza lo anormal. En lugar de construir una sociedad que anhele la paz y la justicia genuina, estamos consolidando un estado donde el punitivismo es celebrado y el castigo es la moneda de cambio.

Y mientras todo esto sucede, nos encontramos atrapados en una escalofriante paradoja: conforme avanza la militarización del país, la inseguridad no cesa, sino que se expande como un cáncer que no tiene freno. Lo que se está instalando es un imperio del horror, donde la violencia, la muerte y la mentira han destruido lo poco que quedaba de paz, libertad y criterio propio.

A esto se suma otro fenómeno alarmante: han dilapidado recursos para usurpar simpatías. Con esa popularidad espuria y en contubernio con los poderes fácticos, corrompiendo al corrompible, valiéndose de la corrupción imperante, preparan el preludio a la demolición de la justicia. ¿Qué será de nosotros en un país militarizado y con jueces al servicio del régimen? La respuesta es tan desalentadora como previsible: la justicia se convertirá en otra arma más al servicio del poder, desmoronando cualquier esperanza de un país verdaderamente libre y democrático.

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Vivimos bajo un régimen de prohibiciones. Si pudieran prohibir la inteligencia, ya lo habrían hecho. Aunque no es necesario: el lopezobradorismo ha suplantado la razón con la devoción ciega, y ha silenciado el pensamiento crítico con el eco ensordecedor de las palabras del líder de los humedales. La libertad de pensar y disentir ha sido sacrificada en el altar de la lealtad absoluta.

El obradorato se afianza, mientras el país se hunde en una oscuridad que muchos no alcanzan a ver o, peor aún, no quieren ver. La historia nos advertirá, y si no actuamos pronto, puede que ya sea demasiado tarde para cambiar el rumbo.