Rosario Piedra Ibarra tiene algo de razón en querer desaparecer a la Comisión Nacional de Derechos Humanos: nunca ha funcionado porque pocas instituciones han tenido voluntad política de atenderla, sus resoluciones no son vinculatorias, o sea, que son simples recomendaciones optativas de ser acatadas. Ni son obligatorias ni tiene un peso relevante ignorarlas. No hay sanciones, multas, inhabilitaciones, nada. Son un canto de sirena en medio de la tormenta, un llamado a misa con pesos simbólicos y representación legal para ejercer, inclusive, mecanismos de control constitucional.
La Comisión de Derechos Humanos puede promover acciones de inconstitucionalidad, requerir información e investigar todo tipo de actos de autoridad en los que vaya de por medio una queja. Puede analizar actuaciones, influir en determinaciones judiciales, resolver los puntos de exceso y brindar soluciones mediante recomendaciones que idealmente, tendrían que poner a las víctimas en el centro.
Algo tiene de razón. Desde que Rosario Piedra llegó a esta instancia, los oídos sordos han acumulado frustración ciudadana. En los buenos tiempos de aquella institución, la CNDH logró recomendaciones ejemplares sobre casos como el de Tlatlaya, que además de observar autoridades, brindó luz e información de primera a medios de comunicación y académicos mediante reconstrucciones precisas de los hechos, valoraciones periciales, dinámicas de contexto, medición de fuerza, valoración de riesgos, todo un mapa conceptual que enlistó las violaciones a derechos fundamentales de las policías y fuerzas especiales que destruyeron la comunidad mientras los niños dormían.
Rosario Piedra traicionó a las mujeres, a las madres buscadoras y a todas las víctimas indirectas de feminicidio. Paradójico que en la etapa del país en que el crimen de desaparición forzada se disparó, cuando se amedrentó a la Comisión Nacional de Búsqueda y se destruyó el imperfecto padrón que a cuenta gotas presionaba a las Fiscalías locales, la Comisión Nacional de Derechos Humanos fuese nada más que una piedra en el camino. Una puerta cerrada en la que solo entran agresores.
La experiencia más cercana y reciente desde el feminismo se vivió a causa de las reformas para reconocer y combatir la violencia vicaria, así como para endurecer las medidas hacia los deudores alimentarios con el objetivo de que se hicieran responsables de las y los hijos que procrean y abandonan. La CNDH utilizó sus facultades de revisión constitucional para combatir la Ley 3 de 3, aquella que busca impedir que se haga candidatos a los acusados de violencia familiar, deudores alimentarios o agresores sexuales, esos que abundan en las Cámaras de legisladores y con poder, se vuelven peores.
Ante aquella reforma en Hidalgo, la CNDH alegó que los ciudadanos (principalmente hombres por la incidencia de los delitos) tenían derecho al libre ejercicio de la profesión así como a acceder a un empleo pues en todo caso, decía aquella institución ¿Cómo iban a pagar la pensión si no podían entrar en un cargo de elección popular?
No fue lo único. La CNDH también recibió y arropó a hombres que han sustraído a sus hijas e hijos impidiéndoles convivir con sus madres durante prolongados periodos y violentando la ley. Recibió a quienes utilizan el hambre de los menores y la necesidad de las madres, así como Israel hace con Hamás, como una herramienta de guerra. Realizó foros y eventos para agruparles, validó especialistas que diagnosticaron, con altísimo nivel de especialidad, el “Síndrome de la Llorona”, haciendo burla a las madres que buscando a sus hijos no pueden parar de llorar.
Esa CNDH que fue desmantelada en sus funciones abandonadas es la que debería desaparecer, la del nombramiento irregular que todos dejamos pasar porque se podía y se pudo. Que altísima traición al género, a su historia, a la izquierda, al feminismo, a las mujeres, a la esperanza, a la propia transformación. Rosario Ibarra tiene potencial para convertirse en una Sanjuana Martínez más: en alguien que hiere la esencia de su gremio y su razón de existir.
Por años, las colectivas, activistas y defensoras exigieron “dientes” para la CNDH. Reformas que brindaran a la Comisión el poder de una Fiscalía o de un proceso jurisdiccional, la facultad de sancionar de forma efectiva. Sin titubeos ni opciones para no acatar aquellas resoluciones sobre los actos que hubieren violado los derechos fundamentales.
Ahora la propuesta es una ¿Defensoría? Un apéndice que puede quedar sin actuaciones. ¿Una institución que hablará de derechos humanos sin autonomía? Un buró de reportes. Un chiste. Una máquina para escribir todo aquello que al Estado no le importa.
Ojalá en el camino del retroceso planteado pase por las mentes de legisladores y asesores que el poder es un vaivén, así como toda institución permanece una vez que se formaliza en ley. Aquellas instituciones destruidas, debilitadas, inexistentes e ineficientes fueron las mismas que permitieron darles herramientas e información para llegar. Nadie debería sentirse eterno en el poder y sobre todo, nadie debería tener la arrogancia de pensar que aquella institución que está dispuesta a debilitar, en algún momento, podría serle de ayuda.
Hace tiempo que la CNDH murió. La cuestión será cuanto tiempo le queda de vida al cascarón de lo que tuvo que haber sido y cuanto daño más se le puede causar a quienes ya se encuentran en el olvido: las víctimas.