Solamente una niña se graduó de sexto de primaria en Santa Catarina, una localidad flagelada por la violencia y el desplazamiento forzado en el municipio de Copainalá, Chiapas. La escena es estremecedora: una pequeña con falda azul, camina con pasos cortos en modo de vals y lentos por una cancha que tiene tierra, rodeada de selva con una tonalidad verde tan viva que no logra quitarle un tono solemne, organizado por la directora y maestra de la escuela que celebra el logro, tratando de impedirle a la realidad que se sobreponga al triunfo de la pequeña.
Mientras la noticia comienza a circular, en la radio suena la voz de la presidenta virtual, Claudia Sheinbaum, pronunciándose sobre los miles de jóvenes que no lograron un lugar en la máxima casa de estudios para lograr acceder a la educación universitaria gratuita. Mencionaba que a pesar tener una postura en favor de eliminar el examen Comipems para que todo aspirante pueda acceder a una carrera, respetaría la autonomía de la Universidad Nacional Autónoma de México que es la institución que tendría que determinar esto. Dijo defender el derecho a la educación mientras otros defienden un examen, que es simplemente una prueba estandarizada.
Pero faltó algo en todo este debate. ¿Cómo es que vivir con seguridad se ha convertido en un privilegio inaccesible para un alto porcentaje de las juventudes de nuestro país? Defender el derecho a la educación implicaría, primeramente, garantizar un entorno de seguridad. El rezago educativo de nuestro país no sólo tiene que ver con las fallidas reformas educativas o los sindicatos de maestros, atraviesa por la realidad cotidiana de las comunidades, por aquello que impide a las niñas y niños seguir estudiando, o al menos, hacerlo en su lugar de residencia habitual.
No es falta de inteligencia ni casualidad que tan solo una niña hubiera logrado graduarse de la primaria en Chiapas. Los datos oficiales indican que más de 7 mil 900 personas se han visto forzadas a desplazarse, abandonando sus hogares y actividades hasta junio de 2024 debido a enfrentamientos, toma de tierras y toma de vialidades por parte de grupos del crimen organizado en los municipios de Tila y Chicomuselo, cifra que superaría lo reportado a finales del año por parte de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH), que se agrava al contemplar las zonas de fuego en esa entidad. ¿Acaso eliminar un examen sería suficiente para que niñas y niños que residen en zonas conflictuadas pudieran acceder a la universidad?
Según el último informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), solo dos de cada diez jóvenes en Chiapas tienen la oportunidad de acceder a estudios universitarios. Este dato coloca a Chiapas en el penúltimo lugar a nivel nacional, apenas por encima de Oaxaca. Mientras tanto, la media nacional de acceso a la universidad es del 41.8%.
Aun así, hubo puntajes perfectos de aquellos que lograron atravesar el andamiaje lleno de obstáculos: seis jóvenes que acertaron en todos los reactivos, una de ellas, originaria de Ecatepec y próxima doctora. Son la excepción y de ahí que sean noticia: lograron hacerlo en medio de un entorno que coloca miles de trabas para nunca alcanzar ese tipo de logros. No es meritocracia ni es derecho a la educación, se trata de mejorar todos los contextos que son necesarios para crecer con un mínimo de seguridad alimentaria, física y psicoemocional únicamente para tener condiciones de aprender.
Nadie logra destacar académicamente cuando hay hambre, miedo o maltrato y el contexto en el que los toques de queda se han vuelto familiares es un indicador alarmante. ¿Para qué entrar directamente, sin examen, a la universidad si es que toda la familia se ha quedado sin casa, sin negocios y sin tranquilidad? ¿Cómo dejar de culpar a las niñas, niños y adolescentes por sus resultados, fracasos en exámenes y exclusiones cuando son aves tratando de alzar el vuelo en medio de tornados cargados de piedras?