Seré claro: una reforma judicial en México es apremiante. Además de democratizar uno de los tres poderes de la Unión -lo que no debe sonar a sacrilegio-, una parte importante de las inversiones que deciden evitar nuestro país, lo hacen porque los números de eficiencia y fiabilidad en el cumplimiento de contratos y en la resolución de controversias dejan mucho que desear, convirtiéndose en costos hundidos millonarios para todas las empresas. Es decir, mejor ni lo intentan. Las empresas que trabajan aquí ya asumen esos costos y los trasladan a sus clientes o consumidores en los precios de los productos y servicios que brindan, lo que suele encarecerlos y bastante. Quien opine lo contrario, sólo lo haría en dos circunstancias: o no ha tratado jamás un asunto en los tribunales o tiene, él mismo, un alto cargo en un órgano judicial.
Ahora bien, me parece que se cae en una trampa cuando el debate se centra en un solo punto: a saber, el método de elección de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Esta distracción es doble porque ni los once ministros ni la manera en que son elegidos constituyen el núcleo de la administración de justicia y sus vicios añejos, que hoy están blindados debido a que, por una deformación del concepto de separación de poderes en nuestra cultura política, han podido formar un verdadero estamento, con nombramientos hereditarios y todas las prebendas propias de un fuero. Pedirles cuentas y exigir cambios es una representación del Tercer Estado metiéndose con privilegios nobiliarios, insertos, enigmáticamente, en una República.
Entonces, en primer lugar, cualquier reforma al Poder Judicial Federal debe plantearse en su integridad; no solamente los ministros, sino los magistrados y los jueces de Distrito, por lo menos, deberían poder ser llamados a cuentas como cualquier otro funcionario público que no tiene superior inmediato. ¿O acaso no son servidores públicos sin superiores en un organigrama? En principio, la forma más básica de rendición de cuentas en una democracia es el voto popular. Pero esto es la segunda y menos importante parte del problema; lo más importante, considero, es establecer perfiles que mejoren, de forma real, la impartición de justicia. Para esto se requieren filtros previos que garanticen que quien llega a impartir justicia tenga un perfil ideal; primero hay que mantener los requisitos constitucionales actuales: la antigüedad en el ejercicio de la profesión de abogado (algo que es ambiguo, por cierto,) el gozo de una buena reputación (algo que no se toma en cuenta con la seriedad debida, pero debería hacerse), la residencia en el país necesaria antes del nombramiento y el no haber ocupado determinados espacios del servicio público durante un período determinado.
La elección de juzgadores federales puede bien pasar por procesos similares a los de otros campos del servicio público en los que ya se han utilizado mecanismos plurales para tener candidatos que tengan una fiabilidad mayor: incluso, si el presidente de la República conserva su facultad de proponer ternas a ministros de la Corte, por poner este paradigmático ejemplo, la formación de un comité técnico de auténtica autoridad reconocida y sin militancia partidista sería de mucha ayuda en hacer un filtro inicial que permita tener personas viables como potenciales impartidores de justicia.
Este comité debería estar integrado por las instituciones académicas de mayor prestigio en el campo del Derecho de todo el país: la Escuela Libre de Derecho, la Universidad Nacional Autónoma de México, la Universidad de Guadalajara, la Universidad Autónoma de Nuevo León, la Universidad de las Américas de Puebla, la Universidad del Carmen, el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, campus Monterrey, entre muchas otras; los representantes de distintos colegios de abogados, aunque estos son más bien auténticos clubes sociales, campos fértiles para el narcisismo más patológico que el lector pueda imaginar y que en poco o nada han abonado en nuestro país a una práctica seria y ética del Derecho, así que sobra mencionarlos, porque cualquiera es tan útil como otro; los representantes de las asociaciones de los propios jueces: la Asociación Mexicana de Impartidores de Justicia o la Comisión Nacional de los Tribunales Superiores de Justicia de los Estados Unidos Mexicanos; los representantes de las organizaciones empresariales de las ramas de la industria más importantes de México, pues las resoluciones judiciales y sentencias inciden directamente en los sectores productivos del país: el CCE, la CONCANACO, la CONCAMIN, la CMIC, la ADI, la CANAPAT, la AMIA, entre muchos destacados entes de este tipo; los representantes de las comunidades indígenas; todos estos asientos por poner una propuesta inicial, mismos que deberían ser coordinados para el proceso de selección de candidatos por alguno de los más prestigiosos despachos de abogados y/o contadores a nivel mundial que están especializados en estos temas.
Además, si en verdad quiere democratizarse al Poder Judicial Federal, deben tomarse en cuenta otros dos factores: la paridad de género, acción afirmativa que ya está bastante explorada en nuestro país y en todas las democracias modernas, y el combate al centralismo en los nombramientos del Poder Judicial Federal, especialmente, ahí sí, en los ministros de la Corte y los miembros de Consejo de la Judicatura Federal. Creo que este último aspecto reviste mayor relevancia incluso que la propia paridad de género: quien haya litigado en una entidad federativa distinta a la Ciudad de México, sabe que el chilangocentrismo en los nombramientos del Poder Judicial Federal es abrumador, pues en una enorme mayoría de ocasiones magistrados, jueces y, muy especialmente, ministros de la Corte son decididos desde la capital de la República, lo que siempre desemboca en una deformación y un desconocimiento de las particularidades locales que este país tiene, a pesar de ser el décimo cuarto más extenso y décimo primero más poblado del mundo (entre aproximadamente doscientas naciones), particularidades que siempre son determinantes en la mejor solución de los conflictos que se presentan a los jueces.
Así que el centro de la reforma al Poder Judicial Federal debe ser un tema de selección de perfiles antes que de la elaboración del método de elección última de los posibles postulantes, porque si esos postulantes son idóneos, serán buenos jueces, aunque sean electos por el Senado, por voto directo de la ciudadanía, en tanta de penales o a dos de tres volados; y si no son los idóneos, una elección que proteja a este estamento y la designación hereditaria no les suplirán sus deficiencias. Pero que no haya engaño: el día de hoy, jueces, magistrados y ministros sí son elegidos, pero no en una votación directa, y varios de ellos sí tienen compromisos que nublan su imparcialidad, por lo que no son transparentes de forma absoluta. Algo debe hacerse ya. Esta me parece una primera propuesta con razonabilidad.