Era de madrugada en el cuarto que habíamos rentado dentro de un departamento cerca de metro Moctezuma. C me encerró, me mostró cómo guardaba la llave y me empezó a gritar: “te voy a matar, te voy a matar”. Yo estaba tirada en el piso, tapándome los oídos y tratando de cubrirme. Como si entre menos espacio ocupara dentro del cuarto y más pequeña me hiciera, C me iba a dejar de percibir y yo me salvaría de la amenaza.
El recuerdo se repite cada vez que tengo una crisis por el Estrés Postraumático Complejo. Aquella noche narrada en el párrafo anterior comenzó con una pelea porque yo no quería que C consumiera cocaína en la fiesta. Yo fui una pendeja, puta, insoportable, una loca exagerada, una estúpida que, dentro de la pelea, le jaló el cabello por accidente. Por esa razón, C me empujó y se me enterró un barrote de metal en la espalda, y todavía corrí tras de él para pedirle perdón.
Y así podría narrar cada evento traumático que me sucedió siendo novia de C. Cuando aborté, esa misma tarde abusó sexualmente de mí. También me grabó mientras me violaba y yo estaba inconsciente, pero como fue con mi celular, no había problemas, obvio C no me había hecho nada malo. “Tú me pediste que te grabara, mira, se ve rico”.
Una vez me quise escapar de él y me eché a correr para que los carros que venían a toda velocidad sobre Eje Central me atropellaran. Uno de los amigos de C, después de calmarme, le dijo a él: “si la sigues tratando así, tú y yo nos vamos a partir la madre”.
Desde la última vez que vi a C han pasado tres años. Los episodios disociativos fuertes y los ataques de pánico comenzaron hace 24 meses. Mi mente todo el tiempo pensaba que yo estaba en peligro, que debía cambiarme de ciudad para poder vivir tranquila. Pero con ayuda de mamá y papá, y de mis amigas que nunca me dejaron sola, además de la terapia psicológica, tomé valor para ir a un psiquiatra.
El Instituto Nacional de Psiquiatría me diagnosticó Trastorno de Estrés Postraumático Complejo (TEPT), y aunque la Fiscalía General de la Ciudad de México, en sus pruebas psicológicas (no el peritaje), mencionó que yo estoy en un riesgo alto de ser víctima de feminicidio, tengo que seguir viviendo.
Pero vivir es algo que no hago. No disfruto salir de fiesta o de antro con mis amigas, porque a medianoche me da miedo ver a C y les pido que nos regresemos a casa. Abandoné la universidad porque los pasillos de mi facultad me traen muchos recuerdos. Paso noches enteras sin poder conciliar el sueño porque su cara, su voz y sus palabras no dejan de pasar por mi cabeza, o a veces sueño que me persigue mientras me grita “nadie te va a creer si denuncias”.
Mis relaciones de noviazgo se han terminado porque nadie ha soportado tener una novia tan traumada. Perdí oportunidades de trabajo y académicas. Vivir con miedo y tristeza no es vivir, es sobrevivir… O solo existir.
Y pienso, la mayor parte del tiempo, que C me mató en vida, que esos gritos de “te voy a matar” se hicieron realidad. Sigo aquí físicamente, tratando de rehacer todo lo que el trauma y el miedo me han quitado, pero no me siento viva. Constantemente pienso en que, si tengo que existir con TEPT lo que me resta de vida, entonces ya no quiero vivir. Así no.
La justicia como concepto no me puede quitar el daño mental, que C sea castigado con cárcel a mí no me beneficia en nada, la reparación del daño económica y las disculpas públicas no me regularán los químicos desestabilizados de mi cerebro.
Este 8M también deberíamos gritar por las que estamos en el plano físico, pero ya no estamos vivas. Por las que sobrevivimos a un intento de feminicidio, pero no podemos tener una vida sana mentalmente, por las que todo el tiempo estamos cansadas de luchar contra los pensamientos suicidas y no tenemos energía para hacer otra cosa. No sé cómo podría nombrar esta situación, pero la violencia me mató en vida.