El cargo de la jefatura de gobierno capitalino se democratizó en 1997. Desde entonces han sido opositores quienes se han desempeñado como tal. Claudia Sheinbaum Pardo es la excepción que confirma la regla.
También es un hecho que todos los que han despachado desde el Antiguo Palacio del Ayuntamiento han aspirado a mudar sus oficinas a la calle de enfrente, a Palacio Nacional. Desde Uruchurtu, pasando por Corona del Rosal, Hank, Camacho Solís; hasta los más recientes: Cárdenas, López Obrador, Ebrard, Mancera y Sheinbaum. Ninguno lo ha logrado.
He sostenido que el mejor jefe de gobierno que ha tenido la Ciudad de México -antes Distrito Federal-, ha sido Marcelo Ebrard. Es cierto que esta aseveración se envilece con la tragedia de la Línea 12 del Metro, obra insignia de la administración de Ebrard Casaubón. Porque las vidas que se perdieron fueron consecuencia de la corrupción y la mezquindad política. El problema fue de origen. Sí. Pero también de mantenimiento y de desentendimiento. Al final, se nos recetó el mismo colofón con el que se da carpetazo a todas las desgracias que aquejan a nuestro país: Fuenteovejuna. Fuimos todos y ninguno.
Lo que no podemos obviar es que durante la gestión de Marcelo, la capital de la República brilló por su vanguardismo ideológico y administrativo. Se lograron victorias en materia de libertades y derechos humanos sin precedentes: se reconocieron derechos fundamentales como las familias homoparentales o el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo. En infraestructura se lograron avances extraordinarios en aspectos de vialidades y transporte público. También hubo innovación en cuestiones de combate al cambio climático como el programa Ecobici. Y el periodo de menor flagelo por el horror de la violencia y la inseguridad se vivió entre los años 2012 y 2018. Era de no creerse que el Distrito Federal se le ofrecía al país como un santuario de paz y seguridad en medio de la guerra absurda contra el crimen organizado iniciada por Felipe Calderón.
Así las cosas, nadie puede alegar que Marcelo no cuenta con tablas para ser presidente de México. Su preparación y carrera política hablan por sí solas. Sin embargo, una serie de errores y decisiones tomadas y cometidas por él en las últimas décadas lo han llevado a un laberinto en el cual todos los caminos conducen a un sinfín de lugares, menos a la presidencia de México.
Esto no quiere decir que la razón por la cual Ebrard Casaubón probablemente no sea presidente tenga que ver única y exclusivamente con su persona. Claro que no.
Si Marcelo en 2012 hubiera tenido la humildad de compartir méritos con Jesús Ortega y Jesús Zambrano en la suscripción del Pacto por México, nunca hubiese roto con el partido. Así se habría evitado la enemistad con el perredismo, Miguel Ángel Mancera y Enrique Peña Nieto, protagonismos de entonces que lo forzaron al autoexilio.
Desde el Partido de la Revolución Democrática, Ebrard Casaubón hubiera refundado al movimiento y encabezado una izquierda moderna, democrática y liberal como alternativa a la liderada por Andrés Manuel López Obrador.
El Congreso hubiera sido su trinchera. De 2015 a 2018 en Cámara de Diputados; y de 2018 a 2024 en Cámara de Senadores.
Empero sus decisiones y equivocaciones lo llevaron a emular a López Obrador oponiéndose a la Reforma Energética, ignorando que AMLO únicamente hay uno. Y olvidó que el discurso disruptivo está monopolizado por Andrés Manuel. Así que Ebrard, imitando al tabasqueño, solito se fue sometiendo al caudillismo lopezobradorista. Fue entonces cuando perdió su libertad política.
Hoy Marcelo es preso de la cárcel ideológica del obradorismo. No puede promoverse como demócrata y liberal, porque contraviene a los designios del cacique. No se le permite debatir, discrepar, criticar, porque dentro del oficialismo las voces ajenas a la del presidente solamente pueden servir como eco a la perorata presidencial.
La fuerza de Ebrard radicaba en su contraste con Andrés Manuel. Pero la burbuja epistémica y la cámara de resonancia mediática en la que se enclaustró no le permitieron ver la realidad: Palacio Nacional no iba a permitirle al excanciller que se promoviera con libertad. Lo que siguió fue un atascamiento en el lodo de la monotonía y del fracaso inevitable.
A Ebrard Casaubón le queda una carta por jugar. Si la jugará con las vísceras o con el cerebro, está por verse.
La decisión más serena y calculadora sería que Marcelo proteste contra la inminente nominación de Claudia Sheinbaum como candidata presidencial oficialista. Que la protesta sea silenciosa. Su silencio deberá ser en el ruido y en los hechos. Seguramente mantendría inoperantes sus cuadros y estructuras el día de la jornada electoral del próximo año; y probablemente abogue discretamente porque la elección se polarice entre Xóchitl y Claudia.
Si su equipo recaba pruebas suficientes para una acusación por delitos electorales contra la ex jefa de gobierno, Marcelo podrá navegar con mayor libertad; pues serían estos documentos los que lo blindarían de futuras acusaciones o persecución política en el futuro. Así sí podría romper con el oficialismo y migrar a Movimiento Ciudadano. Pero no para que se le postule como candidato a la presidencia, sino para persuadir a que MC se sume a la eventual candidatura de Xóchitl. Desde ese bando también podría conseguir el escaño senatorial y el fuero anhelado.
Estoy convencido que si la efervescencia dentro del oficialismo escala, lo único que lograría el ebrardismo sería que Andrés Manuel acabe designando a Adán Augusto como candidato presidencial. Lo haría mediante una maniobra similar como la que le aplicaron a Ricardo Monreal en 2018 cuando lo posicionaron en un lejano cuarto lugar, cuando era sabido que la disputa por la candidatura a la jefatura de gobierno de la CDMX era entre el zacatecano y Sheinbaum Pardo.
Así que ninguna decisión que tome Ebrard desemboca en presidencia. Si logra vencer esta negación, podrá jugar mejor sus cartas. De lo contrario, jamás podrá salir del embrollo de paradojas, ironías, intrigas y estafas en el que se encuentra.
Twitter: @HECavazosA