El presidente López Obrador hace alarde de su terquedad, en términos amables, persistencia, y sí que lo es. De otra forma seguramente no hubiera llegado a la Presidencia de la República. Sin embargo, lo que bien puede ser cualidad en la lucha por el poder podría ser un defecto mayor en su ejercicio. Desde luego que se requiere carácter, firmeza y determinación como gobernante y más como presidente. Pero no se puede gobernar con fijaciones, con ideas que difícilmente se ajustan con la realidad o la evidencia de que pueden ser contraproducentes o equivocadas.

El presidente es rehén de sí mismo. Muchas de sus vivencias deberían revisarse a la luz de las limitaciones y de las inercias del poder. En su pasado político el golpe del desenlace de la elección presidencial de 2006 es un referente aleccionador. Aprendió, y el pragmatismo de 2018 se entiende por la de 2012. Seguramente advirtió lo que sucedió con Cuauhtémoc Cárdenas, quien pudo romper en 1988 con la durísima inercia del partido dominante, mostrar fuerza electoral para disputar la Presidencia y dejar al PRI exhibido como un partido tramposo. Sin embargo, en 1991 su proyecto político sufriría un fuerte revés y en 1994 quedaría en un muy bajo tercer lugar.

Las fijaciones de López Obrador no están en el ámbito electoral; de allí su capacidad para sobreponerse a la adversidad y así llegar a la Presidencia. Están presentes en su visión de la economía y del poder. Su código no es el de la izquierda democrática, sino el del nacionalismo revolucionario del presidencialismo autoritario. Se advierte claramente en la contrarreforma eléctrica. Para él, como en los viejos tiempos, el poder del presidente es la garantía para salvaguardar el interés nacional y la representación del Estado. Por esa misma consideración repudia toda forma de autonomía, es decir, instancias de autoridad no subordinadas. También aplica al régimen de división de poderes o a la del partido en el gobierno con su sana distancia: todo debe estar en función del poder presidencial. Su repudio a la crítica de la prensa es proverbial y digna de las peores referencias históricas, como también con las organizaciones de la sociedad civil. Su postura ante la Iniciativa Privada por momentos ambigua y en otros claramente hostil.

En la antesala de su arribo a la Presidencia, López Obrador partía de dos ideas erróneas: el presidente todo lo sabe y su poder es casi ilimitado, nada sucede que no tenga como origen su propia voluntad. Llevaría meses, quizás todo el año entender, comprender y padecer la soledad de López Obrador y la imposibilidad para estar al tanto de todo, incluso de lo muy importante, como fue el operativo contra el hijo de “El Chapo” Guzmán cumplimentando una orden de extradición.

El presidente tiene un casi ilimitado poder destructor. La Constitución y la ley imponen límites, pero la eficacia judicial no es característica del Estado mexicano debido a los prolongados procesos judiciales, a que muchos de éstos requieran de iniciativa de parte, y a su mayor complejidad tratándose de controversias constitucionales por las mayorías que deben constituirse para iniciarlas. El derecho de amparo es una vía limitada, particularmente por la inhibición del ciudadano por temor de represalias, tan presentes en este gobierno, más si se trata de empresarios.

Las columnas más leídas de hoy

Implementar políticas públicas exitosas va más allá de la voluntad presidencial. Se requiere de planeación, financiamiento y evaluación. Lo mismo sucede con las grandes obras públicas. Al presidente le ha llevado tiempo entender que sin un debido diseño y programa cualquier proyecto, obra o política pública se viene abajo; como su inclinación para hacer de los militares su brazo ejecutor, en demérito de la naturaleza misma de las fuerzas armadas nacionales y sin comprender que la eficacia castrense corre a cuenta de muchos inconvenientes.

Recurrir al decretazo, blindando inconstitucionalmente las obras públicas bajo la falsa adscripción de seguridad nacional tiene un doble propósito: impedir que el atraso en los proyectos insignia del presidente y volver la excepción regla con beneficio a los constructores de tales obras, no sólo del Ejército.

Esta nueva fijación por los militares lo ha llevado a una situación sumamente comprometedora para su propio proyecto, para el país y para las mismas fuerzas armadas. Hay consenso mundial, en el mundo académico y en los expertos en el rechazo de militarizar la seguridad pública. Más aún, asumir y actuar bajo la premisa de que los militares, además de disciplinados y leales -que lo son-, están ajenos al poder corruptor del crimen o de los mismos de siempre. Es una tesis que se desmiente con la historia y la evidencia de los países democráticos o con una moderna clase militar.

Federico Berrueto en Twitter: @Berrueto