México y los Estados Unidos son dos repúblicas representativas y democráticas. Al menos así se definen tácita o textualmente en sus respectivas constituciones. Ambos países cuentan con un Congreso federal, gobiernos estatales, un presidente electo y un Poder Judicial independiente.
De hecho, conviene señalar, el constitucionalismo mexicano ha estado en buena medida inspirado por el texto estadounidense, tanto en el elemento fundacional como en el Bill of Rights.
Sin embargo, los derroteros históricos han conducido a ambos Estados a un profundo distanciamiento en términos de la consolidación y fortaleza de sus respectivas instituciones.
El lector recordará el año del inicio del primer periodo presidencial de Trump. Decidido a poner en marcha una serie de políticas escandalosas y abiertamente xenófobas, como la prohibición del ingreso de musulmanes extranjeros en Estados Unidos, el presidente se enfrentó al bloqueo y suspensión de sus decretos por parte de cortes federales.
Lo mismo sucedió ante la voluntad de Trump de desmantelar por completo la reforma de salud impulsada por Barack Obama, mejor conocida como Obamacare. En aquel momento, en un acto de rebeldía valiente, el senador republicano John McCain ejerció su voto en contra de la iniciativa de la Casa Blanca.
Para mayor referencia, los dos juicios políticos o “impeachment” contra Donald Trump y la salvaguarda de la integridad de las elecciones de 2020 por parte de los gobiernos estatales y del Senado para la ratificación de Joe Biden ( en medio de una amenaza violenta sin precedente contra el Capitolio) pusieron de manifiesto la fortaleza de las instituciones de Estados Unidos frente al individuo que ostentaba el cargo de presidente.
Las instituciones estadounidenses salvaron su democracia y su orden constitucional.
El caso de México es bien distinto. Derivado de su devenir histórico, las instituciones mexicanas son débiles y profundamente corruptibles. El ascenso y consolidación del obradorismo lo han confirmado.
La reciente reforma al Poder Judicial, misma que conlleva su propia destruccion en tanto que poder autónomo, sumado al tratamiento vulgar de la Constitución, han reiterado la debilidad del Estado frente al embate autoritario perpetrado por el régimen.
Los gobiernos estatales en México, a diferencia de la resistencia demostrada por los estadounidenses en 2020, no son hoy más que patéticas oficinas de la presidencia, sujetas a las instrucciones dictadas desde Palacio Nacional o desde las líneas telefónicas de los impresentables líderes de las mayorías en el Congreso federal.
En suma, mientras el obradorismo ha destruido -o está en proceso de hacerlo- la democracia constitucional y la división de poderes en México, las instituciones estadounidenses han puesto en su sitio a un presidente con pretensiones autocráticas. Hoy están frente a un nuevo desafío.