Las mujeres se vieron sujetas durante muchos años a un entorno expreso de marginación política en todo el mundo. Hacia el final del siglo XIX, algunos países establecieron disposiciones legales encaminadas a corregir tal curso de acción, por la vía de reconocer su derecho a votar, lo que supuso un paso importante. Sin embargo, la tradición de encarcelar los derechos políticos de la mujer y su correlato en la vida económica, social y cultural hizo que la nueva apertura conviviera con prácticas de discriminación y exclusión que violentaron sus derechos.

Ahí se encuentra el fundamento de la visión que ha postulado la necesidad de promover condiciones especiales de participación y protagonismo de la mujer, ante restricciones especiales que han subsistido en los distintos ámbitos. Es claro que, en un entorno de plena igualdad, el establecimiento de cuotas afirmativas o de espacios para garantizar la equidad de género estarían por demás; pero es claro también que tal condición aún está por alcanzarse.

En México fue posible relajar esa arbitraria prohibición en la vida electoral del país cuando hace 70 años fue reconocido su derecho a votar; antes de eso, la participación de las mujeres fue claramente vetada, y aunque después de 1953 fue posible que sufragaran y pudieran ser votadas para alcanzar cargos de elección popular, el suceso no implicó la superación de la violencia política de género que se ha ejercido sobre ellas y respecto de otros grupos con identidades distintas.

Fue claro que se había erigido un cerco para establecer una especie de prisión diseñada para delimitar, condicionar, someter y restringir la participación política de las mujeres a través de un conjunto complejo de impedimentos y condicionantes de carácter político, económico, antropológico, cultural y social. Así, cuando se reconoció su derecho a votar, se superó un impedimento legal, pero subsistieron obstáculos que las aprisionaban.

Prácticas restrictivas y de simulación fueron moneda común de circulación, bastaría recordar cómo se manipularon las famosas acciones afirmativas que imponían cuotas mínimas para que un género distinto al preponderante (mujeres), pudiera disponer de candidaturas; pero se le dio vuelta a la disposición a través de la práctica de postular en la suplencia respectiva a un hombre para después lograr que estas presentaran licencia de separación del cargo, y así conseguir que se cumpliera la formalidad de la cuota de candidaturas de mujeres, pero en el momento del ejercicio de la responsabilidad, hacer que ésta fuera ocupada por el suplente que, ante la declinación de la propietaria, asumía la titularidad del encargo (las famosas adelitas).

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Fue evidente que el tema no solo era un asunto de reconocer derechos y dejar lo demás a la libre competencia, pues prevaleció un entorno de hostilidad de género que era necesario superar por la vía de disposiciones expresas y de reglamentaciones ad-hoc. La existencia de una estructura de dominación resistente a la participación de la mujer mostró que no se trataba de un asunto de mera discriminación hacia la mujer, sino de violencia política de género.

Una figura que con brutal plasticidad retrata la violencia política de género es el de las sirgueras, que refiere a mujeres que trabajaron en el siglo XVIII para jalar con sirgas, mejor conocidas como cuerdas, a embarcaciones o barcazas para permitir el ingreso de mercancías a tierra firme desde los litorales.

Esculturas de "sirgueras"

A las orillas del río que circunda la ciudad de Bilbao en España, existe una escultura que refiere el hecho, la cual está ubicada en las cercanías del maravilloso arquitectónico Museo de Guggenheim. Consiste en la representación de mujeres que, unidas por la sirga, tensan en acción coordinada la herramienta de la cuerda a fin de acercar el embarque en cuestión para efectos de su descarga en tierra, lo que sólo era posible de lograr mediante la fuerza física aplicada para generar el arrastre deseado.

Sucede que la ocupación de mujeres en tales faenas se produjo por la circunstancia de que los hombres estaban concentrados en participar en las guerras de la época; pero ocurrió que aun cuando los varones tuvieron la posibilidad de ocuparse en tal actividad, se prefirió que lo llevaran a cabo las mujeres por razón del menor costo que significaba emplearlas a ellas e, incluso, por el ahorro que significaba respecto de utilizar la fuerza y empuje de bestias como los bueyes.

Así, la imagen de las sirgueras queda inmortalizada en la escultura que las representa en Bilbao, como un testimonio brutal de discriminación, explotación y violencia hacia la mujer, que habla de sucesos provenientes de hace más de dos siglos mediante una práctica que redujo a la mujer a una condición cercana a la esclavitud o, en el mejor de los casos, en remedo de la servidumbre feudal.

La crudeza que proyecta la imagen de las sirgueras conmociona, pues muestra a las mujeres en el desarrollo de un trabajo denigrante y conferido sólo a ellas, con un claro signo de degradación y de rudeza. Pero el hecho fue asimilado como parte de una cultura que acostumbró y proyectó hacia el futuro privilegios y exclusiones que, por fortuna, han sido combatidos.

Pero todavía los datos acreditan diferenciación salarial en trabajo igual entre mujeres y hombres, con sueldos más altos para estos últimos; los feminicidios y amenazas a las candidatas son parte de un menú actualizado de la violencia política de género, como lo es también el remedo de una subcultura que busca disminuirlas. Ciertamente dejaron de existir las sirgueras de Bilbao, pero se mantiene presente el sentido profundo de violentar y entorpecer la más cabal participación de la mujer en los distintos campos, por eso la necesidad de la política de paridad.