Entre las múltiples crisis que los mexicanos afrontamos y significan oportunidades de cambio sobresale la crisis jurídica o del Estado de derecho. Es una de las más graves.

Para tratar de resolver esa persistente debilidad que se refleja en que las normas jurídicas por lo general no se cumplen hemos apostado por adaptar a nuestro peculiar contexto histórico el modelo del Estado de derecho constitucional.

Esta forma del derecho releva al simple Estado de legalidad –en el que el poder suele prevalecer por fuera y sobre la Constitución– y lo somete a ella.

Esto es, desde hace 30 años, en la época de la firma del primer Tratado de Libre Comercio de Norteamérica, acordamos que serían la Constitución y los convenios internacionales los principales referentes para construir y aplicar la normatividad.

Ello en el entendido de que las creencias de las mayorías estarían aseguradas mediante principios y garantías para hacerlos efectivas, a la vez que se protegerían los derechos de las minorías perdedoras en el proceso político electoral.

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Asimismo, en el contexto de una sociedad cada vez más plural y diversa, se pactó crear dos tribunales constitucionales: la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF).

Estos dos órganos se encargarían de preservar los pactos institucionalizados, determinar el significado de las disposiciones constitucionales y equilibrar los derechos del pueblo y la ciudadanía frente a los poderes políticos, congresos y poderes ejecutivos, principalmente.

Es un esquema similar al que concertaron y se sometieron las fuerzas políticas conservadoras, liberales y socialdemócratas en los principales países europeos al terminar la Segunda Guerra Mundial.

Aquí en México, mediante la reforma constitucional en materia de derechos humanos y justicia del año 2011, reforzamos las garantías de aquellas creencias democráticas.

Entonces aceptamos que dichos órganos jurisdiccionales interpretarían y aplicarían la normatividad conforme con la Constitución y los tratados internacionales siempre en favor de las personas y los principios superiores, aun en contra de las reglas legales.

Ahora bien, la tensión entre creer que las reglas sub constitucionales son indispensables o bien, por el contrario, que los referidos tribunales pueden privilegiar los principios y las orientaciones constitucionales en favor de los derechos y sus garantías es propia de una cultura jurídica y política en proceso de cambio, la cual no termina de madurar y arraigarse. Antes bien, por momentos parece perder fuerza.

Es así que nos encontramos de manera frecuente ante conflictos que emanan de esa doble forma de observar y practicar el derecho. Hasta cierto punto, conviene que sea así para que la lucha por la Constitución conduzca a su afianzamiento.

Cito ejemplos a mano: el plan “B” para la reforma electoral con sus fortalezas y debilidades; el tema de la instancia competente y la fórmula para resolver la cuestión del plagio de una tesis de licenciatura en la UNAM; el no uso de la imagen de “Amlito” en la propaganda con fines electorales –no con cualquier otro fin– según sentencia del TEPJF. o bien, el impedimento de acceder a cargos públicos de nombramiento o electivos si se tiene un débito alimentario, de acuerdo con reciente resolución de la SCJN.

El asunto de fondo es el mismo en los cuatro casos y en todos hay opiniones divergentes.

En conclusión: Creemos que la Constitución y los derechos deben prevalecer sobre los posibles límites y obstáculos legales, y por lo tanto dejamos que los tribunales constitucionales hagan su trabajo, lo cual podría no estar exento de errores, o bien preferimos el reverso y utilizamos la legalidad para defender posiciones políticas, al costo de sacrificar la Constitución democrática.