La redundancia y el pleonasmo, figuras y/o conceptos retóricos del idioma castellano referidos a la sobrada repetición de conceptos en una oración o texto. Bien, la reciente reforma aprobada por el constituyente permanente respecto a la supremacía constitucional es eso: un pleonasmo y/o redundancia jurídica ya en nuestra carta magna, porque tanto la constitución ya de suyo establecía (y así ha sido desde 1917) que el poder constituyente permanente lo conforman el ejecutivo (iniciativas y derecho de veto) ambas cámaras, Senado y diputados con el voto de sus dos terceras partes, y la mitad más uno de las legislaturas de las entidades federativas, esto además de criterios pronunciados anteriormente por la SCJN, en el mismo sentido, respecto a la NO susceptibilidad control jurisdiccional en procedimiento de reformas y adiciones a la carta magna, ya que a este “lo encuentra en si mismo”.

El artículo 135 constitucional versa sobre el origen de la soberanía, la cual no dimana sino del pueblo mismo, que tiene el inalienable derecho de inclusive cambiar su forma de gobierno, si así fuese el caso; las recientes reformas y adiciones en la materia (artículos 105 y 107) son pues, redundantes y pleonásmicas, ya que subrayan la inimpugnabilidad de este tipo de reformas, pero tiene su razón de ser, que es acabar con acciones patéticas e improcedentes a todas luces por parte del poder judicial (por ejemplo, los amparos sin ton ni son y sin pies ni cabeza, solicitados por entes imposibilitados, de origen, para ejercer tales recursos jurídicos).

Las acciones ilegitimas y dolosas llevadas a cabo por el poder judicial a últimas fechas son estériles, por improcedentes, pero lo que si logran es sembrar la confusión, el encono y la mentira vil a la opinión pública; obscenas intentonas de ursurpar funciones, de entrada por su nula personalidad jurídica para dichos efectos. Con las recientes reformas, entonces, se cierra el paso a ese tipo de ardides legaloides, para dejar más que en claro y subrayar lo que es pues una ley redundante y un pleonasmo a los que ya nuestras leyes máximas preveían, pero útiles al final del día, para acallar las maledicencias qué llegaron al extremo de hablar, con total desparpajo e irresponsabilidad, de una inexistente “crisis constitucional”.

Y es que desde el fin de las monarquías absolutistas y con la excepción de algunas teocracias aún vigentes en pleno Siglo XXI, la soberanía ya no dimana de Dios, sino del pueblo soberano, y un buen ejemplo sería el de Liechtenstein, un pequeño principado europeo, que se vio en una circunstancia ilustrativa en el año 2011: se pretendió despenalizar el aborto, pero el príncipe estuvo en desacuerdo, lo mismo que la mayoría de su asamblea legislativa, así que se efectuó lo que su ley máxima indicaba, un ejercicio de democracia directa, el referéndum, que su resultado estaba por encima de su poder legislativo y sobre su monarca; triunfó, de manera cerrada el ‘no’, y tanto el príncipe, los legisladores y los Ciudadanos se vieron obligados a acatar al soberano, es decir, la decisión mayoritaria del pueblo expresada en las urnas respecto a ese, tan espinoso tema.