La lucha por el poder político es siempre más emocionante que su consecución, ya no digamos que su ejercicio. Los segundo implica diagnosticar, ponderar, hacer un ejercicio de humildad respecto de lo que no se puede cambiar o simplemente no se debe cambiar: en una palabra, gobernar, que es en parte administrar y en parte tragarse el orgullo. Implica tener poder y, como decía Roosevelt, darse cuenta de lo que es “no poder”. Es siempre un anticlímax. En cambio, la lucha es adrenalina, juego (de apuestas altas, despiadado, a veces sangriento, pero juego), una montaña rusa de posibilidades, y una vez que hay seguidores, emociones que hacen del líder algo más que humano. Es un viaje. Quizás a eso se debe que muchos gobernantes se comporten como si siguieran en la lucha una vez que toman el cargo.

Creo que a esa disparidad narrativa y mediática se debe la distinta cobertura que tiene la campaña (o pre campaña, o pre pre campaña, es difícil seguir los tiempos) por la sucesión, y las notas de prensa que efectivamente pueden tener un impacto en la vida de las personas, como la deuda de Pemex, las decisiones del Banco de México, el rendimiento de las AFORES o la situación financiera del IMSS. Todo esto importa, pero es aburridísimo, porque no es una competencia fácilmente identificable donde uno tiene a su favorito o favorita, y luego se sienta, como en una pelea de box, a comer palomitas mientras los rivales se dan hasta con el palito de la selfie.

Lo malo es que alguien tiene que hacerlo; de hecho, mientras más personas estén analizando y pensando en lo que la próxima administración va a recibir, y los problemas con los que va a lidiar, mejor, porque luego de la fiesta viene la cruda, y es esa cruda, la de contener problemas que no se resuelven y resolver problemas heredados, porque están recibiendo un país vivo con algunos temas estructurales que datan desde hace más de un siglo (por ejemplo el deficiente diseño y del sistema de aguas, o la absurda distribución de la población económicamente activa en el territorio). Un gobierno recibe el país que hay, no el que le gustaría. La cereza del pastel es que el Estado, como idea, está luchando una batalla de la que saldrá redefinido en sus límites y en su vocación.

En la primera dimensión, mientras se libra una batalla ideológica con pretensiones históricas, México debe aprovechar la posición estratégica en la que lo dejó su geografía, el Covid y el conflicto en Ucrania. La pandemia le reveló a los países occidentales, quienes estaban cegados por la lujuria del mercado asiático y su mano de obra, que con un golpe de mano ese continente los podía dejar sin chips, medicamentos genéricos y materias primas en 48 horas, y que podía seguir interrumpiendo las cadenas de suministro sin más explicación que su interés nacional. Esto acentuó las tensiones entre China y EU en particular, y este último está presionando a todas las multinacionales a que reubiquen su planta productiva, a países en los que, aunque sea un poco más caros, se pueda confiar o a los que se pueda controlar (el nearshoring de América Latina).

El conflicto entre Rusia y Ucrania sólo acentuó ese fenómeno, porque llevó la escasez a la energía y los alimentos, al ser esos dos países proveedores esenciales de granos, fertilizantes, gas y petróleo. Si a Europa le interesaba la reubicación de bloques comerciales, ahora le urge. Por eso lo fundamental ahora es seguir cuidando las finanzas públicas, la deuda país, el poder adquisitivo del peso y, no menos importante, la viabilidad financiera de PEMEX. Quienes insisten en que “se le debería dejar morir”, no entienden que su calificación está vinculada con la de México por las empresas calificadoras, así que si quiebra ella, quebramos nosotros. No debimos haber llegado a esta situación, de acuerdo, reclámenle a López Portillo; pero ahí estamos. De la violencia mejor ni hablamos.

En la segunda dimensión, el Estado en todo el mundo está en la pelea por reivindicar su rectoría económica y su capacidad administrativa, de control social. Perdió una y otra con el discurso hegemónico de que lo público era malo y lo privado bueno, mientras el 1% de la población mundial acumulaba más riqueza que el 40% más pobre. El exceso de esas potestades lleva a lo que sucedió en la economía centralmente planificada de la guerra fría y el estrangulamiento fascista de las libertades; su defecto, lo estamos viviendo. Y mientras, todos peleándose por unas bardas.