No resulta sorprendente para ningún mexicano escuchar cómo el crimen organizado se ha apoderado de una buena parte del país. Según se ha reportado, más de una tercera parte del territorio nacional habría caído, a lo largo de los últimos años, en manos de los cárteles de la droga.
Este ascenso de las bandas criminales se ha traducido en la captura de gobiernos, policías, cuerpos de seguridad, alcaldías y dependencias. De allí que algunos analistas han apuntado hacia la existencia de un narcoestado; entendido éste como la fusión, a cualquier nivel, del crimen organizado con las autoridades públicas.
La reforma al Poder Judicial no hará más que profundizar la problemática. No contentos con intervenir en los comicios en el pasado, los grupos delincuenciales tendrán una oportunidad mayor: movilizarse para que los futuros jueces y magistrados, que serán electos mediante sufragio universal, sean capturados, sea mediante chantaje, extorsión, o ahora, con financiamiento de su “campaña electoral” para que dicten sentencias que no atenten contra los intereses de la delincuencia.
Por otro lado, el golpe a la independencia judicial llegará también de la mano de los ministros de la Corte. El lector recordará aquella polémica declaración pronunciada por Loretta Ortiz cuando la ministra, ufana, se regocijó de ser fundadora de Morena.
Sí, una “candidata “ a la Suprema Corte, y ministra en funciones, ha confesado en el pasado sus filias y afiliaciones… y ¡aspira a ratificarse como miembro del máximo tribunal jurisdiccional!
En suma, el atentado contra el Poder Judicial llegará a través de dos estocadas: la captura por parte del crimen organizado y la destrucción de la independencia judicial en relación con el régimen gobernante.
Y no será otra cosa más que un golpe auto infligido, pues la reforma no derivó de un consenso social ni de una opinión de expertos, sino de una ocurrencia del expresidente AMLO, quien se percibía - o se percibe - como el dueño del destino de los mexicanos.