En los albores de 1994, mientras México se alistaba para su gran entrada en la modernidad económica bajo el paraguas del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, surgió de las selvas de Chiapas una voz que, con su resonancia poética y crítica mordaz, hizo evidente la contradicción de un país que aspiraba a ser primer mundo mientras mantenía a sus pueblos originarios en un tercer plano de abandono y miseria. Esa voz, encarnada en el subcomandante Marcos, no solo se alzó en armas sino que transformó balas en palabras y violencia en discurso. Un traductor de las angustias, sueños y luchas de los Tojolabales, Lacandones, Tzotziles, Tseltal, Zoques, Marcos dio rostro y nombre a la marginación histórica que el Estado mexicano había preferido olvidar.

El subcomandante, con su pipa siempre en mano y su pasamontañas ocultando un rostro que no necesitaba mostrar, se convirtió en un poeta-guerrillero, en un intérprete de la injusticia social que sufren los indígenas de México. Sus palabras, cargadas de metáforas y lirismo, hicieron eco en cada rincón del país y más allá de sus fronteras. Cada una de sus soflamas y su eco alcanzó hasta los confines de las galaxias.

Marcos no solo expuso la hipocresía de un gobierno que predicaba desarrollo mientras sus ciudadanos indígenas morían de enfermedades curables; también demostró que la lucha por la dignidad y el respeto no era una cuestión de balas, sino de conciencia.

En contraste, Andrés Manuel López Obrador, quien en su momento también se presentó como un defensor de los oprimidos y marginados, ha demostrado ser un líder de otra estirpe. A diferencia de Marcos, cuya voz buscaba incluir y representar las múltiples lenguas y culturas de México, López Obrador ha centralizado el discurso en torno a su propia figura, estableciendo una narrativa unidimensional donde solo su voz tiene validez. Su gestión, marcada por un autoritarismo disfrazado de populismo, ha buscado dinamitar los contrapesos democráticos y erosionar las instituciones que sustentan la república.

El subcomandante Marcos, en su poético anonimato, que se diluía entre paliacates rojos y pasamontañas, se erigía como un héroe sin rostro, un líder cuyo valor residía no en su identidad personal sino en la representación de un colectivo. En cambio, López Obrador, con su insistencia en estar siempre al frente, se ha transformado en una figura que concentra poder y desprecia la diversidad de voces y opiniones. Mientras que Marcos nos enseñó a escuchar, a entender y a empatizar con el dolor de los otros, López Obrador, con su retórica divisoria y su desdén por el diálogo, nos ha enseñado a temer la disidencia y a obedecer sin cuestionar.

Las columnas más leídas de hoy

Es en esta diferencia donde se define la verdadera esencia de un líder de izquierda. Marcos, con su pluma, su voz y su valentía, nos invitó a un diálogo profundo sobre el México olvidado. López Obrador, con su puño cerrado y su verbo incendiario, nos empuja hacia una visión monocromática del poder, donde las críticas son traiciones y el debate una pérdida de tiempo. En la jungla de su propia megalomanía, López Obrador ha olvidado las lecciones que Marcos nos ofreció con tanto sacrificio: que la verdadera revolución no se gana con el aplauso fácil de los aduladores, sino con la conciencia crítica y la lucha por la dignidad de todos los mexicanos, especialmente de aquellos que han sido silenciados durante demasiado tiempo.

La historia recordará a Marcos no solo como un guerrillero, sino como un poeta de la justicia. Y a López Obrador, quizás, como el político que, habiendo prometido cambiar a México, solo logró cambiarse a sí mismo, sucumbiendo a las mismas tentaciones de poder que criticó con tanta vehemencia en sus predecesores.

La razón por la cual estas líneas se escriben no es otra que las más recientes publicaciones del ahora capitán, antes subcomandante Marcos. En sus últimos textos, Marcos se ha presentado nuevamente como el intérprete de las realidades más crudas, esas que el México oficialista prefiere ocultar tras un manto de discursos y narrativas impostadas. Estos escritos son, en esencia, radiografías sin anestesia de la realidad que vivimos: un país sumido en un espejismo construido desde el púlpito comunicador y matutino que representan las “mañaneras”, donde se forja a diario la mitocracia oficialista. Desde esa plataforma, Andrés Manuel López Obrador ha monopolizado la narrativa, intentando imponer una quimérica realidad nacional que no tiene correlato alguno con el sufrimiento y el miedo que millones de mexicanos experimentan a diario, resultado de su negligencia criminal.

No se puede negar la cruda verdad: en el sexenio de López Obrador, casi un millón de mexicanos han perdido la vida, ya sea por enfermedad o asesinato. A estos se suman los miles de desaparecidos, quienes representan el rostro más doloroso de un México que, lejos de resolverse, se ha hundido aún más en la desesperanza. Bajo la superficie de la tierra yacen las víctimas del México posmoderno: hijos, hermanos, padres, madres, abuelas, amigos; vidas arrancadas de manera violenta, dejando a su paso un vacío que ni el silencio cómplice ni la retórica oficial pueden llenar.

El capitán nos recuerda que el verdadero México, el que duele y llora, no se encuentra en las cifras maquilladas de la propaganda gubernamental, sino en las fosas clandestinas, en las familias que lloran a sus muertos y en las voces que claman por justicia desde los rincones más oscuros del país. Esta realidad, tan contundente como incómoda, ha sido ignorada y vilipendiada por un gobierno que, lejos de escuchar, ha preferido militarizar las calles y cerrar las puertas a las víctimas. En lugar de soluciones, se nos ofrece revanchismo disfrazado de cambio, un espejismo que solo entusiasma a quienes se alimentan de la desilusión y el resentimiento.

Los textos del capitán son un recordatorio de que, en un México saturado de desilusión, donde la decepción es la norma y la esperanza un bien escaso, la lucha por la verdad y la justicia no ha sido completamente silenciada. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional sigue siendo un vestigio de esa izquierda que alguna vez se enamoró de la idea de un cambio genuino, no solo de discurso. Habrá que seguir leyendo al capitán, para no olvidar que aún existen quienes se niegan a ser arrastrados por la corriente del conformismo y la mentira oficial. Su voz, como la del Marcos de antaño, sigue siendo un faro en medio de la oscuridad, un llamado a no olvidar que en México aún queda mucho por lo cual luchar.