“¡Es un honor, luchar con Obrador!”
Del orgullo a la desesperanza
Durante muchos años, simpaticé con López Obrador. Hubo un tiempo en el que, con convicción y esperanza, formé parte de su lucha. Creí firmemente que en su movimiento, en su proyecto alternativo de nación, en el eco de su discurso, anidaba la solución para sacar adelante a México. Confiaba en Andrés, sí. Encontraba lógica y razón detrás de sus acciones, detrás de su verbo. Hasta el plantón de Reforma, aquel acto desesperado, me parecía que albergaba ideas que podían ser defendidas con argumentos en cualquier mesa de debate. Llegué a representarlo en medios de comunicación, en mi universidad, en todo espacio que encontraba abierto, con la ilusión intacta en que, a través de él, estábamos cambiando al país.
Pero la derrota de 2012 se consumó, y con ella llegó el golpe devastador. Me decepcioné profundamente de Andrés Manuel y de todo lo que lo rodeaba. Se había firmado un pacto para reconocer el resultado, un acuerdo que, al final, fue tirado al suelo y pisoteado. El recuerdo del 2006, con aquella estrategia poselectoral tan estéril y absurda, debería habernos enseñado algo, y aun así, se retomó el mismo camino, una vez más, directo al fracaso. Se acudió a las instituciones electorales para legitimar la causa, mientras se les desconocía con el mismo aliento, acusándolas de corruptas y putrefactas. Se cayó en el ridículo con una estrategia jurídica que, pretendiendo demostrar fraude, presentó como pruebas animales de granja, electrodomésticos y herramientas de construcción, haciendo de la tragedia política una farsa que escandalizó incluso a sus más fervientes seguidores.
Escandalizado por tanto cachivache, opté por lo impensable: reconocer a Enrique Peña Nieto como presidente de la república. No porque ignorara los atropellos a la democracia, las incontables irregularidades y delitos electorales, sino porque vi, con una tristeza profunda, que todos los bandos jugaban el mismo juego sucio. No había una diferencia moral, solo una cuestión de quién tenía la maquinaria para delinquir en cada entidad. Decidí respetar lo acordado, reconociendo el resultado de la elección, convencido de que esa era la única manera de no frenar el lento y raquítico proceso de democratización en nuestro país. Reconocer a Peña Nieto era reconocer la realidad, y mi determinación era seguir trabajando para mejorar la vida pública del país, fortalecer nuestras instituciones y evitar que la democracia se desmoronara frente a nuestros ojos.
El lopezobradorismo, en un acto de autodestrucción, decidió lanzarse al vacío, actuando como si siguieran el guion escrito por sus detractores. Todo lo que aquellos que se oponían deseaban ver, ellos lo hicieron. Se cumplió el “se los dije”, se abrió la puerta al vilipendio. Yo, sin embargo, no estaba dispuesto a ser parte de esa bulla, de ese suicidio colectivo. Me salí.
El origen de la mitocracia: el mito del caudillo invencible
El lopezobradorismo no se trató solamente de una plataforma política, sino de una narrativa profundamente seductora, la construcción de un mito viviente. Andrés Manuel se convirtió en una figura de culto, un líder invencible, que parecía llevar en sí mismo la promesa de redención para México. Para muchos, incluyéndome, era el eco de nuestros anhelos más profundos, el bastión de la justicia ante un sistema que solo había demostrado ser corrupto y cínico. Sin embargo, el mito tenía sus fisuras.
La mitocracia se fue gestando en el discurso, en las plazas públicas llenas de fervor, en los cánticos y consignas que nos repetíamos como si fueran mantras. El mito del líder infalible nació de la necesidad de aferrarnos a una esperanza, una necesidad que, después de las derrotas, se convirtió en la venda que impedía ver la realidad. No era posible cuestionar a Andrés Manuel, porque cuestionarlo era un pecado contra la causa, un acto de traición a la patria misma.
Nos convencimos de que la culpa de cada fracaso estaba siempre fuera, en el enemigo omnipresente, en el sistema corrupto. Andrés Manuel no podía equivocarse, y con esa idea, construimos una narrativa en la que toda crítica era una afrenta al pueblo, una traición. La mitocracia tomó vida propia, y se volvió impermeable al escrutinio.
La ruptura de la esperanza: elecciones de 2012 y el inicio del desencanto
El año 2012 marcó el inicio de la fractura. Las calles llenas de esperanza, la energía de aquellos que soñábamos con un cambio real, todo se desmoronó frente a la cruda realidad de la derrota. Pero no fue la pérdida en sí lo que quebrantó mi fe, sino la respuesta a esa derrota. Aquel pacto de reconocer el resultado electoral se rompió con el primer aliento de frustración. Se repitió el mismo ciclo: la confrontación, la negación, la incapacidad de aceptar la derrota con dignidad.
Me encontré, de pronto, frente a un movimiento que parecía estar más preocupado por perpetuar su narrativa de persecución y victimismo que por construir un proyecto político realista y maduro. La estrategia jurídica, repleta de acusaciones absurdas y pruebas ridículas, solo sirvió para deslegitimar aún más nuestra causa. En lugar de aprender de los errores de 2006, el movimiento decidió repetirlos, y en el proceso, dilapidó el capital político que tanto había costado construir.
La evolución de la mitocracia: el lopezobradorismo como sistema
A medida que el tiempo avanzaba, el lopezobradorismo dejó de ser un movimiento para convertirse en un sistema en sí mismo. Un sistema que no permitía disidencias, que no toleraba voces críticas. La “dictadura ideológica del obradorismo” se instauró como una línea de pensamiento que establecía que criticar al líder era un acto de traición, una herejía. La única verdad era la de Andrés Manuel, y quienes no la compartían eran inmediatamente etiquetados como enemigos: traidores, vendepatrias, vendidos, chayoteros.
Parecía que se trataba de un pensamiento colectivo, pero era, en realidad, la imposición de una voluntad individual sobre una colectividad. En este ambiente, cualquier disenso era sofocado, cualquier voz distinta era ahogada en el mar de consignas. El lopezobradorismo no solo pedía lealtad, exigía devoción absoluta. Y en ese ambiente, me di cuenta de que ya no había espacio para la crítica constructiva, para el debate, para la búsqueda de soluciones reales.
La partidización del lopezobradorismo: el nacimiento de Morena
Así, el lopezobradorismo se lanzó hacia la partidización, y nació Morena. Un partido concebido para garantizar que no hubiera más líderes que el propio, más voluntad que la del líder máximo. Morena no era un partido que buscara la pluralidad; era la consolidación del poder absoluto en manos de Andrés Manuel. Las decisiones se tomarían a mano alzada en la plaza pública, en las calles, donde se profetizaba el apocalipsis y la catástrofe inminente. Pero siempre, siempre, con la promesa de que la salvación estaba encarnada en Andrés, el salvador, el único capaz de guiarnos a través de la tormenta.
Morena se convirtió en el vehículo de la mitocracia, la herramienta con la que se aseguraría que no hubiera espacio para la crítica, que no hubiera voces que cuestionaran al líder. La “dictadura ideológica” se hizo oficial, y el partido se transformó en el reflejo del movimiento: intolerante al disenso, férreo en su devoción, dispuesto a castigar a quienes se atrevieran a desafiar la narrativa establecida.
Por mi parte, harto de la ignominia y la calumnia, decidí quedarme en el Partido de la Revolución Democrática. Veía en el PRD una posibilidad real de construir una izquierda diferente, una izquierda que no estuviera atada a los anacronismos ideológicos, que no dependiera de caudillos ni del nacionalismo caduco. Una izquierda moderna, progresista, que pudiera ofrecer respuestas reales a las necesidades de la sociedad mexicana. Una izquierda reformista, liberal, libertaria, socialdemócrata y humanista. Más ideas, menos consignas. Más política, menos mitos.