Uno de los principales motores de la historia constitucional de México ha sido la lucha por los derechos de las mayorías pobres o vulneradas por los regímenes políticos y socioeconómicos prevalecientes.
Muestra de ello es el Bando de Hidalgo de 1810 en contra de la esclavitud, el diezmo o los privilegios parroquiales, o bien, a favor de asegurar el jornal a los labriegos.
Ni qué decir de los Sentimientos de la Nación, de 1813, y la Constitución de Apatzingán, de 1814, ambos de la inspiración de Morelos, en los que exigió moderar la opulencia y la indigencia, y proclamó derechos del común junto a la libertad, igualdad, seguridad jurídica y propiedad.
Aunque durante el siglo XIX la vanguardia se centraba en esos últimos cuatro derechos en tanto diques frente al absolutismo colonial de reyes, virreyes o gobiernos corporativos, compartidos entre aristócratas, eclesiásticos y militares, el sentido social y popular del Derecho también estuvo presente.
Así, por ejemplo, al cerrar el Congreso Constituyente de 1856-1857, personajes de la talla del jurista y político oaxaqueño, José Maria del Castillo Velasco, asesor de Benito Juárez, advertían que mientras no se resolviera el tema de la desigualdad y la propiedad privada en pocas manos, ningún régimen político sería estable o perdurable.
De sobra sabemos que la Constitución original de 1917 y muchas de sus reformas posrevolucionarias subsecuentes plasmaron y reivindicaron las demandas de las clases y grupos sociales explotados y excluidos durante el Porfiriato, entre otros: obreros, campesinos, profesores, indígenas, niños y mujeres, quienes prefirieron ofrendar su vida a seguir en aquella lamentable condición.
De nueva cuenta, la apuesta riesgosa de la estrategia neoliberal a partir de los años noventa del siglo XX asumió que el mercado, la democracia liberal y los derechos individuales forman un equilibrio virtuoso que nos harían más libres, prósperos e iguales. Otra vez se vio que no es así, salvo para los más aventajados, protegidos o capacitados, o quizás bajo contextos históricos muy diferentes al nuestro.
De allí que las reformas constitucionales y legales mexicanas del periodo 2018 a 2024 deban ser valoradas en su justa dimensión.
Me refiero a los derechos sociales de las mujeres, pueblos y comunidades indígenas y afromexicanas, estudiantes, juventudes, adultos mayores o personas con discapacidad.
Toda persona o grupo de personas o colectivos reconocidos como tales deben tener asegurado el interés, no a recibir una dádiva del presupuesto a cambio de su lealtad partidaria o gubernamental, sino a que su derecho al mínimo vital, a su integridad comunitaria, a no padecer hambre o vivir en condiciones indignas esté a salvo. Si algo sí tiene que hacer el Estado es remover los obstáculos contrarios a la igualdad real.
Mientras ese tipo de demandas se cumplan y se promueva un rebalance entre quienes tienen de sobra y quienes tienen poco o nada, el gobierno a cargo será legítimo.
Ahora bien, dado que los derechos cuestan, asegurar las fuentes del financiamiento de su estructura jurídica y operativa resulta indispensable.
Eso es tomarse los derechos en serio y no en broma. Es una obligación y un deber para el Estado, y, por lo tanto, para el pueblo mismo que se torna en gobierno a través de las elecciones y su participación política activa.