Una de las fortalezas de los proyectos populistas son sus certezas, las que se robustecen a partir del descontento social con lo que existe y la expectativa de resultados inmediatos y contundentes. Mucho de ello transita en el terreno de lo imaginario, no necesariamente de la realidad y justo ese espacio es donde el populismo gana con creces. Frente a las expectativas de soluciones fáciles el realismo político nada tiene que hacer y eso remite a la crisis de las formas convencionales de la política.

Además, el populismo en el poder sí ha probado dar resultados en ciertos asuntos relevantes. Al menos en México, en su versión de izquierda es irrefutable la recuperación del poder adquisitivo del salario mínimo y los beneficios asociados a la asignación monetaria directa a amplios sectores de la población. Ambos aspectos fueron posibles por la fortaleza económica que viene del pasado, la que el populismo desprecia y descalifica. El problema está adelante, especialmente si el proyecto económico no se acompaña de tasas elevadas de crecimiento. Por eso el futuro es incierto y complicado, especialmente porque la redefinición del gasto público que se hace se acompaña del deterioro del gobierno, la baja inversión pública y el incremento del déficit fiscal.

En su versión de derecha, el caso de Argentina con Milei, muchos pronosticaban el fracaso y el surgimiento de un pronto rechazo al populista libertario. Después de un año en el poder no ha sido así y en buena parte tiene que ver con la memoria colectiva del fracaso económico de los gobiernos peronistas. El presidente argentino ha mejorado las expectativas económicas, por la falta de apoyo legislativo no ha avanzado en su agenda de cambio, pero sí ha podido negociar y concertar transformaciones que le dan credibilidad. El problema es que el tiempo se acaba, la pobreza crece y está presionado por la recuperación de la economía. Todo se centra en un objetivo: el crecimiento económico.

Esto significa que la fortaleza del populismo en cualquiera de sus variantes tiene un componente emocional muy poderoso que es el descontento social y que permite que la población no sólo pierda el miedo al cambio, sino que está dispuesta a apoyar transformaciones radicales, incluso las que afectan en sus fundamentos al sistema democrático en el afán de responder a la expectativa de mejorar sus condiciones de vida. En perspectiva la mayor debilidad está justo en la capacidad de generar beneficios concretos y continuos. Esto significa que el populismo transita por dos fases, la primera, claramente emocional, que requiere de una retórica vehemente y avasallante que promueve expectativas, algunas de ellas sí pueden atenderse con relativa facilidad; la segunda, racional, sumamente incierta o compleja porque necesariamente requiere de bienestar y para ello de crecimiento económico. Son condiciones difíciles de cumplir, al menos para el caso mexicano, porque el crecimiento ha sido inexistente.

Los límites de la complacencia social están en la incapacidad de los proyectos políticos de continuar con las políticas públicas de bienestar. Eso mismo ocurrió a los gobiernos previos, exacerbados por la debilidad institucional y por la recurrencia de la corrupción.

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El caso del populismo norteamericano con Donald Trump corresponde a esa realidad, el descontento con el orden de cosas y la necesidad de dar respuesta. La seducción de políticas radicales en el orden de la migración, el comercio, política fiscal y la reducción radical del aparato gubernamental están asociados a las expectativas de beneficios materiales de la población. El presidente gozará de un primer tramo de tolerancia y disposición de la sociedad para emprender cambios que impliquen sacrificios iniciales, sin embargo, estará bajo la presión de señales convincentes y tangibles de que las transformaciones sí darán los resultados prometidos. Nuevamente, el crecimiento económico con estabilidad marcroeconómica se vuelve indispensable para dar credibilidad y solidez al proyecto de transformación radical.

Lamentablemente los procesos populistas ven en las reglas, principios e instituciones propias de la democracia como es la legalidad, los límites y los contrapesos al poder del gobierno, así como el escrutinio al poder y la rendición de cuentas como obstáculos a superar o suprimir. Con ello el saldo del fracaso del populismo es trágico, por una parte, el desencanto por los malos resultados, por la otra, la destrucción institucional y el surgimiento de una cultura política claramente autoritaria.

En el futuro el colapso del populismo plantea un claro dilema al concluir la complacencia: la recuperación de la democracia o un franco tránsito al autoritarismo.