En términos de lo que en el ámbito de la teoría jurídica se conoce como “garantismo jurídico”, en un Estado que se rige por una constitución democrática que asegura el pluralismo y los derechos fundamentales hay que distinguir entre poderes políticos y órganos de garantía y control del poder.
Claramente, los poderes políticos son aquellos cuya integración emana del voto popular conforme al principio de la mayoría, y son típicamente el poder ejecutivo y el poder legislativo.
A su vez, los órganos de garantía y control corresponden a los organismos autónomos con relación no solo a los poderes políticos, sino también a los partidos políticos, medios de comunicación, empresas, sindicatos e incluso organizaciones de la sociedad civil influyentes.
Las funciones de unos y otros deben ser entendidas sin mayor problema: mientras los poderes políticos trasladan a la legislación y las políticas de gobierno, la voluntad popular expresada en las urnas, los órganos de garantía y control deben hacer efectivos los derechos que tienen encargados gestionar y garantizar.
Empero, al mismo tiempo deben servir a la doble y fina tarea de equilibrar y controlar la actuación de los poderes políticos y aquellos otros actores, y, en esto consiste su doble papel, coadyuvarles a la gobernabilidad y conducción del país.
Un elemento adicional es que tanto los poderes políticos como los órganos de garantía y control deben garantizar su autocontrol o equilibrios internos para evitar que les ocurra lo que tienen encomendado impedir que pase con los poderes políticos: abusar de su poder o entregarlo en manos de terceros.
México dio el paso en los años noventa del siglo 20 a la reconfiguración del Estado de derecho en el sentido del garantismo jurídico.
Otorgó autonomía al Banco de México, la CNDH, los organismos electorales y después al IFAI-INAI, el INEGI, CONEVAL, IFETEL y otros más, a los que se suman, en algunos casos, decenas de sus homólogos locales, que ya venían precedidos por más de una centena de universidades públicas autónomas por ley.
Es evidente que ese modelo corresponde al Estado pluralista en una economía de mercado, y que no nace o crece por generación espontánea, sino que requiere madurar junto con la cultura jurídica y política relativa a su contexto social.
En México la experiencia del Estado constitucional requiere maduración hacia adentro y afuera de los poderes políticos y órganos autónomos.
También demanda, a ojos vista, rediseño para fortalecerlos y alinearlos conforme a sus mandatos a la búsqueda más activa, efectiva y austera de la equidad, la inclusión y la justicia social, pues esta es exigencia de la mayoría democrática aún vigente.
Los conflictos que se observan en torno a INAI, el INE, el TEPJF o el poder judicial no solo se explican por su tensa y contradictoria interacción entre diferentes partidos y actores, proyectos de nación y de estado, concepciones jurídicas, voluntades políticas o la integración de esas instancias.,
También se presentan o agudizan debido la carencia o insuficiencia de nuevos y más eficaces mecanismos y métodos de organización y operación interna, en particular para conseguir que sus autonomías técnicas e institucionales no sean penetradas y capturadas por la heteronomía política o los intereses contra mayoritarios del entorno, que suelen no coincidir con los intereses de la mayoría y sus derechos sociales.
Necesitamos más experiencia y mejor diseño en las instituciones políticas y de garantía del Estado constitucional para sincronizarlo de la manera más idónea con los sentimientos y mandatos democráticos del pueblo de México.
Las elecciones que están en camino, otro mecanismo de garantía del Estado constitucional, significan la oportunidad para exigirlo y concretarlo.
Mientras tanto, de todos se reclama su máxima lealtad y corresponsabilidad con la Constitución.