En una escena que parecería sacada de la época dorada del derroche priista, el pasado 4 de octubre del presente, el Museo Nacional de Arte (Munal) fue escenario de una boda que ha escandalizado a la opinión pública. La ceremonia, organizada por el ahora exfuncionario de la Semarnat, Martín Borrego Llorente, representa mucho más que un evento privado: es una afrenta directa a los principios de austeridad, honestidad y compromiso social que la Cuarta Transformación (4T) ha proclamado como banderas de su proyecto..

El Munal, como recinto histórico, es un espacio que simboliza el patrimonio cultural de todos los mexicanos. Sin embargo, en esta ocasión, fue transformado en un escenario de lujo para un evento personal. Según lo informado, las instalaciones se cerraron al público para habilitar el espacio como salón de eventos, contradiciendo no solo la vocación del recinto, sino también los principios de uso responsable de los bienes públicos.

El gobierno de la 4T, liderado por la presidenta Claudia Sheibaum, ha insistido en la necesidad de una nueva ética pública, donde los privilegios de la clase gobernante queden en el pasado. “No puede haber gobierno rico con pueblo pobre”, ha sido una de las frases más repetidas, primero por AMLO y ahora por Claudia como mandataria. Sin embargo, casos como este nos obligan a preguntarnos: ¿qué tan firmes son los cimientos de esa ética cuando algunos de sus propios representantes caen en las prácticas que se supone deben erradicar?

Tras la indignación desatada en redes sociales y medios de comunicación, Borrego Llorente presentó su renuncia al cargo de coordinador de asesores en la Semarnat. Esta decisión, si bien necesaria, no absuelve las preguntas de fondo: ¿quién autorizó el uso del Munal para fines privados? ¿Existen mecanismos efectivos para evitar que los recursos públicos sean utilizados de manera discrecional? La falta de respuestas claras solo alimenta la percepción de que hay una brecha creciente entre el discurso oficial y la realidad.

El escándalo también expone un problema estructural: la cultura de la impunidad. Si bien la renuncia es un gesto político, no basta para garantizar que hechos similares no se repitan. La ausencia de sanciones concretas o investigaciones profundas sobre este y otros casos genera un mensaje preocupante: en la 4T, los principios son flexibles dependiendo de la conveniencia.

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El episodio no es un hecho aislado. En los últimos años, hemos sido testigos de múltiples casos donde funcionarios, pese a formar parte de un gobierno que aboga por la austeridad republicana, han incurrido en actos que reflejan todo lo contrario. Desde cenas de lujo hasta viajes en aviones privados, los ejemplos abundan. Este caso particular adquiere un carácter simbólico porque ocurre en un espacio que debería ser un recordatorio de nuestra identidad cultural y no un escaparate de privilegios.

En el discurso de la Cuarta Transformación, se ha insistido en la separación entre los intereses personales y el servicio público. La boda en el Munal es una burla a esta idea. Representa un retroceso a las viejas prácticas que el movimiento iniciado por López Obrador prometió erradicar. Más grave aún es el mensaje implícito: quienes ocupan posiciones de poder pueden utilizar los bienes nacionales como extensiones de su esfera privada, dejando al pueblo en un segundo plano.

La indignación pública no es gratuita. La 4T llegó al poder con la promesa de transformar el país desde sus bases. Esto incluye no solo una redistribución de recursos y una lucha frontal contra la corrupción, sino también un cambio en las actitudes de quienes ocupan cargos públicos. Si estos principios no se reflejan en el actuar diario de sus representantes, el proyecto pierde legitimidad.

El caso del Munal es un recordatorio de que los ideales no son inmunes a la debilidad humana. Es también una oportunidad para el gobierno de la 4T de demostrar que no tolerará desviaciones de su camino, independientemente de quién sea el responsable. Si esta oportunidad se desaprovecha, el mensaje será claro: en la 4T, los hechos pesan más que las palabras, y el cambio que prometieron se diluirá entre escándalos y contradicciones.

La lucha por una nueva ética pública no se gana con discursos. Se gana con acciones contundentes, con sanciones ejemplares y con una vigilancia constante. Porque al final del día, lo que define a un gobierno no es lo que proclama, sino lo que permite.