Cada 23 de marzo, México recuerda a Luis Donaldo Colosio, no solo como el candidato presidencial del PRI asesinado en 1994, sino como un símbolo roto de la transformación que nunca llegó. Han pasado ya 31 años desde aquel mitin en Lomas Taurinas, Tijuana, donde una bala terminó con la vida del hombre que prometía un nuevo rumbo para el país, pero también dio inicio a una de las heridas políticas más profundas e irresueltas de la historia contemporánea mexicana.
Colosio hablaba de un México con hambre y sed de justicia. Se atrevió a alzar la voz contra los excesos del poder en un momento en que hacerlo desde el mismo partido gobernante era impensable. Sus palabras resonaron con fuerza, con verdad, y con una visión de futuro que incomodó a muchos. Por eso, fue callado. Colosio se convirtió, de manera trágica, en un mártir de la democracia mexicana. Lo asesinaron no solo a balazos, lo asesinaron por lo que representaba: una amenaza real al sistema de privilegios y simulaciones.
Hoy, su nombre sigue presente, pero su legado parece ser botín de quienes lo evocan sin asumir su verdadero significado. ¿Quién lucra con el nombre de Colosio? Desde el PRI —el partido que lo impulsó y lo traicionó— se le menciona cada año con palabras vacías, mientras se ignora la autocrítica que debería acompañar cualquier homenaje sincero. Movimiento Ciudadano, por su parte, impulsa la figura de su hijo, Luis Donaldo Colosio Riojas, con un aura de renovación, pero sin necesariamente cargar con la profundidad del ideario de su padre. Y Morena, el partido en el poder, guarda silencio. No lo ataca, pero tampoco lo reivindica, como si temiera abrir la herida de una historia que interpela a todos.
La muerte de Colosio no solo marcó el fin de una campaña, marcó el inicio de una larga transición democrática llena de tropiezos. Su legado debería ser un llamado constante a construir un país más justo, más libre, más consciente del dolor que arrastra. Pero en vez de eso, su figura se diluye en discursos de ocasión, en imágenes de archivo, en monumentos sin alma. Colosio es sin duda la marca política con más peso por sí solo que muchos partidos y por supuesto más que cualquier aspirante.
Colosio no era un santo ni un mesías, pero sí fue una voz que hoy sentimos honesta que desafió a su propio sistema. Y por eso lo mataron. A 31 años, México le debe no solo memoria, sino verdad y justicia. Porque el país que él soñaba aún está pendiente. Porque mientras su nombre se use sin convicción, mientras su muerte se recuerde solo como una fecha más, seguiremos traicionando lo que Colosio representaba: la esperanza de un México mejor.