En la Venezuela de hoy, el acto de juramentación de Nicolás Maduro para un tercer mandato presidencial no es una ceremonia de celebración democrática, sino la consumación de un golpe de Estado que se ha ido tejiendo a lo largo de años de represión, fraude y manipulación; al menos esa es la percepción que se tiene en la comentocracia internacional. Ayer, 10 de enero de 2025, Maduro se colocó la banda presidencial en un salón del Palacio Legislativo, no como un líder elegido por el pueblo, sino como un autócrata que ha burlado la voluntad de los venezolanos.

Desde hace mucho, las elecciones en Venezuela han sido motivo de controversia, pero las del 28 de julio de 2024 alcanzaron un nuevo nivel de descaro. El Consejo Nacional Electoral, bajo el control absoluto del chavismo, proclamó a Maduro ganador con un 52% de los votos, sin embargo, esta victoria es tan opaca como el resto de su gestión. La oposición, liderada por figuras como Edmundo González Urrutia y María Corina Machado, ha presentado actas que muestran una realidad diferente, donde González habría obtenido casi el 70% de los votos. Pero estas evidencias han sido ignoradas, y la transparencia, esa palabra que debería ser el pilar de cualquier proceso electoral, se ha convertido en un eco lejano en Venezuela.

La ceremonia de juramentación fue un espectáculo orquestado, con la asistencia de presidentes de países como Cuba y Nicaragua, naciones que no son precisamente ejemplos de democracia. La ausencia de mandatarios de la región que aún respetan la legalidad electoral y los derechos humanos fue notoria, destacando la creciente soledad internacional del régimen madurista. Pero lo que más resalta no es quiénes asistieron, sino la forma en que se llevó a cabo este acto, bajo un despliegue militar que más parecía una ocupación que una celebración democrática.

Maduro, en su discurso, habló de paz y prosperidad, términos que suenan a ironía en un país donde la crisis económica ha forzado a más de siete millones de personas a emigrar, donde la escasez de alimentos y medicinas es una realidad cotidiana, y donde los derechos humanos son pisoteados con regularidad. Este tercer mandato, que debería ser un reflejo del deseo de cambio de los venezolanos, se impone como una prueba más de que el chavismo ha decidido seguir adelante, no con el apoyo popular, sino con la fuerza de las armas y el control absoluto de las instituciones.

La crítica a este régimen no es solo por la falta de legitimidad electoral, sino también por la metodología de gobernar. La reforma constitucional que Maduro promete es vista por muchos como un intento más de consolidar su poder, de amarrar a Venezuela a un estado de autoritarismo perpetuo. La represión contra la oposición, la detención de líderes como Machado, y la manipulación de los poderes del Estado, son herramientas que Maduro ha utilizado para mantenerse en el poder, herramientas que ahora usa para asegurar su tercera década en el mando.

En este contexto, la juramentación de Maduro no debe ser vista como el comienzo de un nuevo periodo presidencial, sino como la profundización de una crisis que ha llevado a Venezuela al borde del abismo. El mundo debe entender que detrás de esta fachada de legalidad se esconde una dictadura que se impone por la fuerza, sin el consentimiento del pueblo, y que cada día que pasa, la esperanza de un retorno a la democracia se desvanece más. La comunidad internacional tiene ahora la responsabilidad de no normalizar esta situación, de no aceptar que la voluntad de millones de venezolanos sea pisoteada por un régimen que ha perdido toda legitimidad moral y política.