La noticia del fallecimiento de Mario Vargas Llosa, el 13 de abril de 2025, ha sacudido al mundo literario y, de manera especial, a México, un país que ocupó un lugar destacado en su vida y obra. El nobel peruano, cuya pluma transformó la narrativa latinoamericana, deja un legado imborrable, no solo como novelista, sino como un pensador crítico que desafió estructuras de poder y abrió debates esenciales. En México, su influencia trasciende las letras para convertirse en un espejo incómodo de nuestra realidad política y cultural.

Vargas Llosa irrumpió en la escena literaria en los años sesenta como parte del boom latinoamericano, un movimiento que, junto a nombres como Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Julio Cortázar, colocó a la región en el mapa global de las letras. Su novela ‘La ciudad y los perros’ (1963) no solo marcó el inicio de su reconocimiento, sino que resonó en México por su exploración de las jerarquías opresivas, un tema que encontraba eco en un país bajo el dominio del PRI. Fue precisamente aquí, en 1990, donde acuñó la frase que aún resuena: México, bajo el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, era “la dictadura perfecta”. Con esa sentencia, pronunciada en un coloquio organizado por Octavio Paz, Vargas Llosa desnudó la maquinaria de un sistema que, durante más de seis décadas, había perfeccionado el arte de la hegemonía disfrazada de democracia. La frase, lejos de ser un simple exabrupto, se convirtió en un diagnóstico que obligó al país a mirarse al espejo.

Su relación con México no fue solo la de un observador crítico. Vargas Llosa mantuvo vínculos profundos con el país, especialmente a través de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, donde en 2012 recibió el Premio Internacional Carlos Fuentes. Sus visitas eran un acontecimiento, y sus intervenciones, un catalizador de reflexiones. Sin embargo, no estuvo exento de controversias. Su evolución hacia posturas liberales y su crítica a gobiernos populistas, incluido el de Andrés Manuel López Obrador, generaron fricciones. En 2021, López Obrador respondió a sus comentarios calificándolos como una muestra de “decadencia”, evidenciando la tensión entre el escritor y ciertos sectores de la política mexicana. Para los obradoristas, Vargas Llosa era un símbolo de la élite intelectual; para otros, un defensor de la libertad individual frente al autoritarismo.

Más allá de la política, su obra literaria dejó una huella indeleble en México. Novelas como ‘Conversación en La Catedral’ o ‘La fiesta del Chivo’ inspiraron a generaciones de escritores mexicanos a explorar las complejidades del poder y la resistencia. Su estilo, que combinaba rigor estructural con una prosa vibrante, fue un modelo para autores que buscaban narrar las contradicciones de América Latina. En las aulas y los cafés mexicanos, sus ensayos sobre literatura y sociedad se convirtieron en material de discusión, mientras que su defensa de la lectura, plasmada en discursos como “Elogio de la lectura y la ficción”, resonó en un país donde la educación sigue siendo un desafío.

La muerte de Vargas Llosa no solo marca el fin de una era, sino que nos invita a revisitar su legado en un México que aún lidia con las tensiones que él señalaba: la fragilidad de la democracia, la seducción del populismo y la necesidad de una cultura crítica. Su partida nos recuerda que la literatura no es solo un refugio, sino un arma para cuestionar y transformar. Como él mismo dijo, “la literatura es una defensa contra la muerte”. En México, su voz seguirá viva, retándonos a no conformarnos con dictaduras perfectas, ni imperfectas, sino a construir una sociedad más libre y consciente.