El régimen obradorista, encabezado por la presidenta Sheinbaum, los líderes del Congreso y demás corifeos y propagandistas, han recibido como “anillo al dedo” la sentencia en contra de Genaro García Luna.

Por un lado, se ha conformado la corrupción del ex funcionario de Felipe Calderón, y por el otro, ha sepultado definitivamente la reputación del calderonismo, tanto en el seno del PAN como en la opinión pública.

Y ha sido con buena razón. A la luz de las revelaciones, García Luna recibió sobornos y cooperó con los líderes del cártel de Sinaloa. Ha sido una vergüenza para todos los mexicanos.

Sin embargo, el asunto exige ciertas moderaciones en su juicio. Como es bien sabido, los recursos presentados por los fiscales federales estadounidenses se limitaron a testimonios obtenidos de testigos protegidos, y a la vez, de información extraída del juicio del Chapo Guzmán.

En otras palabras, el criterio del jurado popular para declarar la culpabilidad de García Luna no respondió a pruebas tales como videos o transacciones bancarias, sino a declaraciones emitidas bajo juramento.

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En este contexto, Anne Milgram, directora de la DEA, declaró el año pasado que el proceso de García Luna conllevaba un mensaje para todos los políticos del mundo. Dicho de otra manera, que la sentencia del ex funcionario mexicano sería el inicio del fortalecimiento de la voluntad y capacidades de las autoridades estadounidenses para llevar frente a un juez federal a políticos extranjeros que colaborasen con el crimen organizado.

México ha sido bien descrito como un narco Estado; uno donde las autoridades públicas ceden ante el chantaje, corrupción, amedrentamiento o amenazas de las cabecillas criminales.

Los recientes sucesos violentos en Sinaloa y el escalofriante evento de Chilpancingo han puesto de manifiesto la debilidad del Estado mexicano frente al gigantesco poder político ejercido por los cárteles.

Lo anterior, sumado al incremento en el consumo de fentanilo en Estados Unidos, ha empoderado a las bandas criminales, convirtiéndolas, en los hechos, en unas de las industrias más pujantes del país.

El caso García Luna, si bien ha sido motivo de regocijo para el régimen, sí que podría devenir en el inicio de una auténtica persecución contra cualquier funcionario que pretenda tratar con el crimen organizado, o en el peor de los casos, participar activa o pasivamente en el tráfico de drogas.

¿Algún presidente, gobernador, alcalde o alto funcionario de Estado se encuentra a salvo ante el encumbramiento del crimen organizado como poder fáctico en el país? Lo veremos.