La inflación es causa de malestar social, de eso no hay duda. Nada más grave para la sociedad que comprar menos con el mismo dinero. La inflación también genera incertidumbre y distorsiona la información que se obtiene de los mercados; lo que generalmente significa que se adopten decisiones sobre bases racionalmente débiles. La inflación, asimismo, acelera la volatilidad, optándose preferentemente por instrumentos de corto plazo; lo que amplía la especulación financiera y relaja la inversión productiva.
Sobre cuál debe ser la política monetaria a seguir no hay acuerdo. Hay quien concibe que el incremento de las tasas de interés retroalimenta a la inflación al aumentar el costo de dinero; por el contrario, hay quien piensa que el aumento en las tasas de interés permite hacer los ajustes monetarios correspondientes para posibilitar un mayor equilibrio entre la oferta y la demanda. La evidencia empírica no resulta suficiente para demostrar el efecto económico concreto; sobre todo, cuando se afirma que una reducción de la tasa de política monetaria (tasa de interés de referencia) pudiera tener un efecto positivo sobre la inflación. El doctor Jonathan Heat, subgobernador del Banco de México, publicó recientemente en Twitter una gráfica sobre Turquía en donde se observa que no existe correspondencia: la tasa de interés disminuyó en casi 10 puntos porcentuales, en tanto que la inflación se disparó de 20 a 36 por ciento en un lapso de 3 meses; razón por la cual se podría señalar que ese país instrumentó una política monetaria contraria a los fines de contener el proceso inflacionario.
En donde hay coincidencia es que el aumento en la tasa de interés sí tiene un impacto negativo en la tasa de crecimiento económico, ya sea porque comprime la demanda o porque afecta las expectativas de ganancia de los inversionistas o los costos de producción. Lo anterior nos pone en un balance frágil: ¿cuál debe ser el nivel que debe tener la tasa de política monetaria para propiciar, por un lado, una reducción de la inflación y, por otro lado, el menor daño en la tasa de crecimiento económico? La respuesta la deberían tener los especialistas del Banco Central; pero aquí la evidencia es contradictoria: la tasa de interés de referencia en México subió de 4.25 a 5.50 por ciento durante 2021, sin que se hubiera reflejado una disminución en el nivel general de precios. Quienes han analizado este fenómeno adverso, han advertido que la inflación no sólo se origina por causas internas, sino que prevalece porque existe un fuerte componente de inflación importada, ya sea por el incremento en los precios (contagio en costos) de nuestro principal socio comercial (Estados Unidos) o por la excesiva liquidez que ha originado sus programas de salvamento económico.
No se puede negar que, durante 2021, hubo un aumento casi generalizado en los precios y que esto sucedió en forma continua; es decir, que hubo efectivamente una inflación. Sobre el análisis de las cifras podrían existir diferentes conclusiones; pero lo más importante es contar con elementos que nos permitan señalar que la inflación va cediendo. El doctor Gerardo Esquivel, subgobernador del Banco de México, en una publicación en Twitter, gráficamente nos dio una información alentadora, al señalar, en su descripción, que la inflación alcanzó su pico en la segunda quincena de noviembre con 7.70 por ciento y que en diciembre inició su descenso para ubicarse en 7.2 por ciento. No sé si el lapso sea suficiente (un mes) para declarar una tendencia; sin embargo, lo deseable es que así sea.
No debemos desear que no disminuya la inflación, significa en estricto sentido el impuesto más regresivo que puede resentir la población, sobre todo la que padece una mayor carencia de ingresos. ¿Puede afectar la popularidad de un Gobierno? Mucho, genera un gran malestar social y provoca que los gobiernos se tornen más autoritarios, particularmente cuando imponen políticas restrictivas al consumo y a la demanda; al menos eso es lo que indica la experiencia histórica en los países emergentes o de ingresos bajos. No debe descartarse que en 2022 continúe una tendencia desfavorable en los precios y que quincenalmente se aprecien burbujas inflacionarias; no obstante, nadie conscientemente debería desear que esto suceda, al menos que sólo exista la obsesión política de que la inflación dañe al gobierno de la Cuarta Transformación; tal como se lee en el siguiente chat: “AMLO perderá ante la maldita inflación. Recordemos que cuando nos golpean el bolsillo nuestra reacción es de rechazo y enojo al gobernante en turno. ¡La maldita realidad económica alcanzó al Peje y lo va a derrotar!”.
El objetivo loable no sería debilitar al gobierno o la popularidad del presidente de la República, de lo que se debe de tratar es precisamente de transformar “la maldita realidad”, que le es adversa a millones de mexicanos; por eso en lugar de invocar debemos ahuyentar a los demonios. Hay quien no se acuerda, pero las tasas inflacionarias en los años setentas y ochentas del siglo pasado (en algunos años cercanas o superiores al 100 por ciento) pusieron en jaque a la economía del país y empobrecieron a millones de mexicanos. Volver a cierta estabilidad llevó mucho tiempo y afectó la conducción de diferentes gobiernos. Al cabo de más de cuatro sexenios, la administración pública se modernizó, la política monetaria se hizo autónoma y se depuraron las finanzas públicas hasta posibilitar los equilibrios básicos; ello también significó frenar nuestras potencialidades de desarrollo en pro de alcanzar un escenario con mayor estabilidad económica.
Los equilibrios económicos que requería el país significaron un gran esfuerzo social, llevaron a un fuerte desgaste y dejaron exhausta a la población. Democráticamente las aspiraciones de cambio se hicieron perceptibles desde que inició el actual milenio, cuando se hizo patente el fin del unipartidismo. Se aspiró al cambio, poco se logró, entre otras cosas, porque los efectos distributivos de la política fiscal se concentraron en pocas manos. La mano invisible del mercado – ¿si existió? – estranguló los ingresos de un sinnúmero de familias: políticamente hubo transición, pero no hubo ruptura con el modelo de desarrollo económico. El cambio experimentado se sustentó en la estabilidad económica y lejos se estuvo de la generosidad que permitía la permanencia en el poder de los nuevos actores políticos.
Nadie debería sostener que el voto ciudadano, en 2018, hubiese significado un retroceso, más bien fue un reflejo ante demandas insatisfechas y una probabilidad más de desterrar los grandes problemas que siempre nos han agobiado: pobreza, violencia y corrupción. Las palabras cambio o transformación que se han replicado a lo largo de más de 20 años, desde el ascenso a la presidencia de Vicente Fox, nunca se han dejado de escuchar; y en realidad, la población ha optado por la transición política porque cree que puede modificar sus condiciones de existencia; es decir, que es posible superar con el cambio partidista el estancamiento que la ha tenido postrada durante décadas. Este estancamiento, por cierto, también lo repudian las nuevas generaciones que han visto mermadas sus potencialidades de desarrollo.
El sufragio efectivo en 2018 de nueva cuenta hizo evidente que las mayorías quieren modificar “la maldita realidad”. El grado de aceptación del presidente López Obrador, hasta hoy, demuestra que después de tres años la esperanza no se ha perdido. La inflación podría carcomer un logro que parece sustantivo: la mejoría en el nivel de ingresos de las grandes capas sociales, particularmente de los trabajadores asalariados.
Claro que se debe contener la inflación porque sin ello toda estrategia distributiva resultaría inútil. ¿Es posible anticipar objetivamente que se puede corregir? Sí, pero en esto seguirá jugando un papel relevante la política fiscal: gastar (y distribuir) sólo a partir de los ingresos obtenidos, con la mayor solidaridad posible; contexto que es tan importante como el respeto a la autonomía del Banco de México. Se abre una larga disertación. Volveremos al tema.