Horacio Casarín, muy posiblemente, primer gran ídolo del futbol azteca, y por el cual, debido a una serie de faltas arteras al futbolista del Necaxa en un partido contra el Asturias, la afición enardecida y escudada en el anonimato que dan las masas prendió fuego al Parque del mismo nombre, último estadio de madera de la capital del país, formaba parte del combinado nacional que jugaría en el campeonato Mundial de Brasil 1950, primero al que México asistía en 12 años, ya que para el de Francia 1938 se le dio prioridad a los Juegos Centroamericanos y del Caribe, celebrados en Panamá, en donde resultó Campeón invicto, y porque en los años de 1942 y 1946 se suspendió debido a la Segunda Guerra Mundial. Además, lo acompañaban jugadores como José Antonio Roca (después director técnico de la Selección Mexicana en el tristemente célebre, para nosotros, Mundial de Argentina 1978), Antonio Carbajal, Panchito Hernández, entre otros.
Poco antes de celebrarse la justa en Brasil, la Selección hizo una breve y mal organizada gira por España, donde fueron humillados por 7 goles a 1 por el Real Madrid y por 6 goles a 3 contra el Bilbao, obvio es que a su regreso, el hilo se rompió por lo mas delgado, con el cese del entrenador Rafael Garza Gutiérrez “Récord”, quien fue sustituido en el mando por Octavio Vial. Por aquellos tiempos en México no existía aun el profesionalismo en el futbol, así que los seleccionados solo podían entrenar en sus ratos libres, ya que se dedicaban a las mas disímbolas profesiones y oficios, y por ende las concentraciones, en los hechos, tampoco existían.
El viaje a Brasil se realizó en un desgastante vuelo de más de 22 horas. Ya en aquel país, tocó el turno a México, una vez más de inaugurar no solo el Mundial, esta vez contra el anfitrión, sino también el mítico e imponente estadio de Maracaná, así como tocó inaugurar el Mundial de Italia 1934 (aunque de forma extra oficial); en esa ocasión, ni más ni menos, que con el líder fascista Benito Moussolini como testigo de honor. El partido acabó con una goleada ante el cuadro carioca por 4 goles por 0. El siguiente compromiso fue en la Ciudad de Porto Alegre, donde para México no hubo una cancha para entrenar, realizando las prácticas en el parque central de dicha Ciudad. Dos días después, frente a Yugoslavia se volvía a perder, esta vez por un 4 a 1. El gol de México fue anotado, por la vía del penalti, por parte de Héctor Ortiz.
El tercer y último choque fue contra la selección de Suiza, en la misma Porto Alegre, juego que México, ya mucho más aclimatado y sus futbolistas adaptados y jugando con mucho más entendimiento entre ellos, lo dominaron, y pudieron empatarlo e incluso ganarlo. Pero el marcador fue de nuevo adverso, esta vez por 2 goles a 1. El gol de la Selección Mexicana fue obra del ya mencionado Horacio Casarín. Por cierto, que antes del inicio de aquel partido, se vivió uno de los hechos mas inusitados en la historia, no solo de la Selección Nacional, sino de todos los mundiales de futbol, ya que los dos cuadros jugaban con uniforme rojo, se tuvo que recurrir a la suerte de un volado para decidir cual equipo cambiaba de camisetas. El volado fue ganado por México, pero los directivos, muy galantes ellos, prefirieron ceder el derecho a los helvéticos, dándose la circunstancia de que México jugó, por única vez, con un uniforme a rayas verticales en blanco y en azul, que fueron prestadas por el equipo de la liga local, el Gremio de Porto Alegre, el cual hasta la fecha siguen siendo sus colores.
Por ese año, aún había demasiado caos en cuanto a la Federación Mexicana de Futbol se refiere, sin tiempo para concentraciones ni juegos suficientes de preparación, los futbolistas nacionales llegaron divididos a ese Mundial, en un grupo los que jugaban en equipos de Jalisco, en otro los de la capital del país, no habiendo el compañerismo necesario y sacrificando el funcionamiento colectivo por el lucimiento personal. Otro problema era el económico. La falta de recursos para asistir a esa Copa del Mundo provocó que, antes del viaje a Sudamérica, Casarín y otros representantes nacionales acudieran a una audiencia con el presidente de la República, Miguel Alemán Valdés, quien prometió y cumplió en darles una generosa cantidad para los jugadores. El presidente de la Federación Mexicana de Futbol era Javier Barros Sierra, nada menos que el mismo que años después fue ministro y rector de la UNAM, el cual increpó de fea manera a los seleccionados por su osadía, ya que lo dejaba muy mal parado frente al señor presidente. Los federativos cobraron el cheque, entregaron la mitad a los futbolistas en México y prometieron la entrega de la otra mitad ya en Brasil, “por medio de la embajada”, cosa que, no está demás decirlo, nunca vieron un solo centavo.