Ayer, Donald Trump colocó un nuevo hito en la ya tensa relación entre Estados Unidos y México, firmando una orden ejecutiva que declara a los cárteles de la droga mexicanos como organizaciones terroristas. Esta decisión no solo es un golpe simbólico, sino que abre la puerta a una posible intervención militar estadounidense en territorio nacional mexicano para combatir el narcotráfico. Y aquí no podemos evitar preguntarnos, ¿cómo hemos llegado a este punto?
Desde que Claudia Sheinbaum asumió el cargo de presidenta, se esperaba una estrategia clara y contundente contra el crimen organizado, un compromiso para erradicar la violencia y el tráfico de drogas que han ensombrecido a México durante décadas. Sin embargo, lo que hemos visto ha sido más bien una danza de promesas y acciones que, en el mejor de los casos, parecen insuficientes, y en el peor, delictivamente omisas.
La administración de Sheinbaum había prometido un enfoque humanitario, centrado en la prevención y la atención a las causas sociales del crimen. Sin duda, un enfoque necesario, pero que ha olvidado la urgencia de acciones directas contra los cárteles, cuya influencia y poder no han hecho más que crecer. Hoy, con la decisión de Trump, México se enfrenta a una realidad que podría haber evitado con una política de seguridad más agresiva y efectiva.
Es innegable que la guerra contra el narcotráfico ha sido una de las más sangrientas y desgastantes en la historia reciente de México. Cada administración ha prometido ser la que finalmente doblegara a los cárteles, pero ninguna ha logrado el éxito absoluto. Sin embargo, la falta de un plan claro, la corrupción endémica y la ineficiencia institucional han sido características distintivas de la lucha contra el narco bajo la presidencia de Sheinbaum.
El gobierno mexicano ha argumentado que la militarización de la lucha contra el narcotráfico solo lleva a más violencia. Pero, ¿qué ha ofrecido como alternativa? Programas sociales sin la contundencia necesaria para desmantelar las estructuras criminales, capturas de líderes que son rápidamente reemplazados, y una colaboración internacional que, aunque necesaria, no ha logrado los resultados esperados.
Ahora, con Trump dispuesto a tomar medidas que incluyen la posibilidad de operaciones militares en México, nos encontramos en un punto crítico. La soberanía nacional está en juego, y no por una amenaza externa imprevista, sino por la incapacidad del gobierno de Sheinbaum de proteger a su pueblo de la influencia y la violencia de los cárteles.
La ironía de esta situación es amarga: el país que ha luchado por años por ser reconocido como un socio igualitario de Estados Unidos, podría ver a su territorio invadido porque no pudo o no quiso limpiar su propia casa. La intervención extranjera es una bofetada a la dignidad nacional, y una señal clara de que México no ha estado a la altura de las expectativas, tanto internas como internacionales, en la lucha contra el narcotráfico.
Este no es el momento para discursos huecos sobre soberanía o para culpar a la historia de nuestras desgracias. Es el tiempo de una reflexión profunda sobre cómo hemos permitido que la corrupción y la ineficacia nos lleven a este peligroso precipicio. La pregunta que nos debe ocupar ahora es una sola: ¿qué harán los mexicanos para reclamar su país de manos de los cárteles, antes de que otra nación lo haga por ellos?