“Ninguna sociedad puede ser feliz y próspera si la mayor parte de sus ciudadanos son pobres y miserables”.

Adam Smith

La obra de Adam Smith, “Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones”, develó que el trabajo le da valor a todas las cosas. Dice Smith: “No fue con oro ni con plata, sino con el trabajo como se compró originariamente toda clase de riquezas; su valor para los que las poseen y desean cambiarlas por otras producciones es precisamente igual a la cantidad de trabajo que con ella se pueda adquirir”. La economía política se convirtió, así, en ciencia y se hizo indispensable conocer el comportamiento individual y colectivo del homo economicus para explicar cómo se genera, acumula y distribuye la riqueza en torno al valor del trabajo.

La causa que explica el valor de las cosas llevó a la necesidad de comprender que existen fuerzas sociales que se benefician del trabajo: unos comprándolo y otros – la gran mayoría – vendiéndolo. En forma concatenada persiste, así, un sistema económico sustentado en fuerzas que actúan con capital para apropiarse del valor del trabajo; o empleándose para satisfacer sus necesidades físicas y espirituales. Se clarificó también que una sociedad crece cuando eleva su potencial para generar valor y puede producir “la mayor cantidad de cosas necesarias, comodidades y lujos, con la menor cantidad de trabajo y abnegación física” (John Stuart Mill).

El menor esfuerzo individual está profundamente vinculado al trabajo en masa dentro de las unidades productivas, lo que Adam Smith llamó división del trabajo. Está junción de esfuerzos históricamente no sólo ha llevado a mejoras prácticas productivas, sino a articular naturalmente a las clases trabajadoras en torno a objetivos comunes, que a lo largo del tiempo se han transformado en derechos. Importa no sólo producir más riqueza, sino garantizar en forma continua una mejor retribución en el precio del trabajo, al que llamamos salario.

Más allá de cualquier sesgo, el mayor éxito del capitalismo ha sido su capacidad de ampliar los niveles de productividad y de mejorar las condiciones de vida del conglomerado social. El sistema capitalista no hubiera sobrevivido, sin superar su salvajismo original y si no se hubiese articulado la insaciable sed de ganancias a una mayor productividad. Erradicar la pobreza y la miseria, así como la sobreexplotación sustentada en largas jornadas de trabajo, han sido los revulsivos históricos para incorporar mejoras tecnológicas y ampliar intensivamente las tasas de ganancia.

Las fuerzas sociales que tienden a polarizarse hacen posible comprender la función del Estado como un ente que propicia la armonía social. También, el Estado ha evolucionado hasta situarse entre las clases para mitigar conflictos, alejándose cada vez más de su autoridad “legal” para reprimir. Las ganancias pueden seguir creciendo, pero lo verdaderamente importante es configurar sociedades cada vez más prósperas, con mayores índices de bienestar.

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Históricamente la intervención benéfica del Estado ha llevado a reducir la desigualdad social mediante la transferencia de recursos de los ricos a los pobres. Sin embargo, la corrección estructural se da cuando la masa salarial tiende a ser creciente dentro del ingreso nacional; por arriba a la de las ganancias.

La importancia de las políticas públicas radica, entonces, en corregir los sesgos que, por sí mismos, no se solventarían si se dejara actuar automáticamente a los factores productivos. Se trata de propiciar las mejores condiciones sociales para la producción, mismas que difícilmente existirían si no se mejorasen los niveles de vida de la masa social que genera valor en el sistema económico. Esto, por desgracia, acontece más en los países ricos y menos en los países pobres, en donde las estrategias de los gobiernos ni siquiera se enfocan a veces hacia el bienestar. Debe señalarse que la mayoría de las veces la presión fiscal y un entorno financiero internacional adverso obligan a los gobiernos a ahorrar más que a gastar o invertir.

Algunos economistas miden el éxito de una economía capitalista a partir de la mayor generación de riqueza, por ello están siempre pendientes de la evolución del Producto Interno Bruto (PIB). Otros conciben que esto es insuficiente, que es necesario considerar otro tipo de indicadores cualitativos relacionados con la prosperidad social, más cercanos al planteamiento de Adam Smith y al de otras corrientes del pensamiento económico, distinguidamente la keynesiana y la teoría del bienestar.

Al hacer un análisis comparativo a nivel internacional uno se da cuenta que pocos países son exitosos y que los más no han resuelto lo que embrionariamente se llamó capitalismo salvaje. A muchos gobiernos les interesa crecer, mas no corregir las distorsiones sociales. Es más, aplican políticas de choque para ajustar su gasto, generar ahorros y pagar deudas.

A más de dos siglos y medio del imperio del capitalismo - si se toma como punto de partida la revolución industrial - el mundo muestra un gran desequilibrio y lejos está de zanjar los problemas que ponen en peligro la estabilidad planetaria. El desarrollo económico ha sido bastante desigual: 20 países concentran el 85% de la producción mundial, 75% del comercio mundial y dos terceras partes de la población del orbe. De entrada, el último dato es un indicio de que alrededor de 2 mil 600 millones de personas viven alejados de los beneficios que genera el sistema económico global; ello sin considerar que dentro de estas 20 potencias, economías como India, Brasil, Sudáfrica, Argentina y México presentan altos niveles de desigualdad y de pobreza.

No es casual que la cumbre del Grupo de los Veinte (G-20) de Río de Janeiro, Brasil, tenga el lema “Construyendo un mundo justo y un planeta sostenible” y que los temas propuestos por el país amazónico estén relacionados con la pobreza, la desigualdad planetaria y la reducción del hambre. ¿Qué interés podrían tener las 20 economías más importantes del orbe (más sus invitados) en analizar estos temas? Ante todo, hay un reconocimiento explícito de que los sorprendentes desequilibrios sociales son una amenaza para la sustentabilidad del mundo. Sólo algunos datos:

  • Más de 1,200 millones de personas (15% de la población mundial) viven en pobreza extrema y 500 millones viven en situación de guerra, fragilidad social y con escasez de paz.
  • Si se toman en cuenta los datos del Banco Mundial, 700 millones de personas (9% de la población mundial) viven en la línea de pobreza extrema, con menos de 2.15 dólares americanos por día.
  • De acuerdo con la FAO, alrededor de 850 millones de personas (11% de la población mundial) tienen problemas de nutrición y pasan hambre en el mundo,
  • Cerca de 28% de la población mundial infantil es pobre; es decir, padecen por hambre o por carencia de servicios alrededor de 650 millones de niños.

Existen otros datos desgarradores que dan cuenta de la vulnerabilidad del mundo por pobreza, hambre y desigualdad, que además están correlacionados con la gravísima fragilidad de la paz, de los derechos humanos, del medio ambiente; y la creciente e incontenible migración de la población con escasos recursos hacia naciones con mayores niveles de bienestar. La razón de ser del G–20 consiste, entonces, en encontrar soluciones a los problemas más importantes de la agenda global, enfocando las políticas económicas y financieras hacia la búsqueda de acuerdos y consensos que fomenten el desarrollo económico y social en el contexto mundial.

Poco puede ofrecer la ortodoxia económica, disfrazada de libertaria, para proponer soluciones a los graves problemas; de hecho, los choques económicos alejan a millones de personas de los beneficios que antes estaban plenamente garantizados: alimentación, salud, educación vivienda, pensiones dignas, entre otros temas. La pobreza en Argentina aumentó a menos de un año del gobierno de Milei de 42% a 53%; es decir, ahora 25 millones de argentinos bordean en los mínimos de bienestar.

Las expectativas están más centradas en la experiencia mexicana, que ha sacado de la pobreza a alrededor de 9.5 millones de personas (11 millones según la CEPAL) en los últimos seis años; reduciendo la población pobre de 48% a menos de 35% de la población total. El modelo al que se ha denominado humanismo mexicano es una síntesis de loables planteamientos de política económica y de la conjunción pragmática de diferentes teorías económicas:

  • Orientación selectiva del presupuesto público hacia al gasto social, elevando estos apoyos a prerrogativas constitucionales; ello teniendo como fuente de financiamiento los recursos propios del gobierno federal; esto es, sin descuidar el equilibrio fiscal.
  • Incremento significativo de la inversión pública para el desarrollo de polos de bienestar, conservando uno de los ratios deuda pública a PIB más bajos del mundo. A esto se le suma ahora un ambicioso programa de inversión en vivienda.
  • Aumentos relevantes de los salarios reales, manteniendo a la economía cerca del pleno empleo y con una tasa de inflación baja y controlable. Esta fue la mayor de las apuestas y su éxito ha llevado a establecer como objetivo un salario mínimo equivalente a 2.5 veces la canasta básica al concluir el sexenio de la presidenta Sheinbaum; lo que podría abatir la pobreza en forma considerable.
  • Política energética sustentada en anclar precios claves y en reducir la amenaza de turbulencias siempre presentes en el mercado internacional; además de plantearse reglas claras para la inversión privada tanto interna como foránea.
  • Apertura comercial y consolidación del esquema de nearshoring no sólo para ampliar las inversiones, sino para generar empleos con mayor calidad, tal como lo plantea nuestra presidenta.
  • Promoción de una nueva revolución verde y abatimiento del intermediarismo, para propiciar una mayor autosuficiencia alimentaria, justicia a los productores del campo y contener la tendencia alcista, sobre todo, de los granos básicos.
  • Fomento a la innovación tecnológica y profundización del esquema de sustitución energética.
  • Eliminación de canonjías fiscales y de rescates económicos para los grandes capitales, fortunas y empresas.

Claudia Sheinbaum irá a Brasil para mostrar nuestro modelo de desarrollo, que conjuga promoción del desarrollo con responsabilidad fiscal y que mantiene un compromiso inalterable con los más pobres. Este es el tipo de ejemplos que requiere la humanidad. Nuestra presidenta hablará del programa “Sembrando Vida”, que le puede ser útil al mundo para reconstituir el tejido social de las naciones y para recuperar los ecosistemas y el medio ambiente tan dañados. Sembrar vida ante la desolación, pobreza y muerte es la propuesta que llevará México a la cumbre del G-20 en Río de Janeiro, Brasil. Muy bien.