Como si se tratara de una avalancha contenida que un eco singular hubiera detonado, el panorama del mundo entero cambió con el arribo de Trump a la presidencia de Estados Unidos. El presidente número 47, desde el primer minuto de su mandato inició a tomar medidas que la mayoría de los analistas habrían supuesto no tomaría.
El análisis medio (incluyendo el de la comentocracia mexicana) sostenía que el candidato republicano era afecto a una retórica escalada pero que en los hechos utilizaría la suerte de amenaza que dibujaba en el discurso como una herramienta de negociación sin concretar sus anuncios en los hechos de la política o de la administración. Cuán equivocados estaban. Cuán errados los prospectores del futuro y algunos dueños de la pantalla, micrófono o la pluma, que abusaron de sostener que el presidente Trump era más bien un fanfarrón que un reconstructor de realidades.
Pero no tardó una hora en firmar órdenes ejecutivas, tomar medidas y establecer políticas que contuvieron la extendidísima ola woke, transformaron la realidad en Israel y Ucrania, y golpearon frontalmente a los cárteles mexicanos (hoy designados terroristas). Quedó claro pues, que la narrativa creada por los muy derrotados medios de comunicación masiva entre el triunfo electoral de Trump y su toma de posesión, no fue sólo derruida, sino que se instaló en el ridículo junto a miles de falsas esperanzas, melodramas y temores fundados de que el cambio del mundo decretado por Trump es contundente y palpable.
Para México la situación es compleja, diríamos sin afanes que tiende a ser grave.
La sociedad media norteamericana, los que votaron por Trump y los que no, los republicanos y los demócratas, los tiros y los troyanos pues, comparten un juicio poco grato hacia nuestro país. El Estado mexicano debe entender que las herramientas tradicionales de la política y la diplomacia no sirven en el nuevo momento pues, a diferencia del Trump presidente núm. 45, el número 47 responde a una inercia cuyo afán central es que Estados Unidos contenga a sus enemigos, emplee de nuevo a sus ciudadanos, reactive sus economías de entorno, acote a China, reduzca la beligerancia en Medio Oriente y aleje el peligro de guerra nuclear que la confrontación con Rusia representa.
En ese mismo sentido, amplias mayorías de la clase media ahora “re empoderada” ha percibido el crecimiento de la influencia de los cárteles del fentanilo asesino que no respeta entorno, género o edad y trae por resultado la estupidización o la muerte; y en esa batalla que perciben en las esquinas de sus ciudades, en las afueras de sus centros comerciales, en los parques de sus barrios, se distingue un culpable: un cártel mexicano, millonario, poderoso y despiadado que compra autoridades y destruye vidas. Una buena parte de la reacción del movimiento MAGA, transversal, ciudadano, amplio, cree y asume que destruir los carteles salva a su población joven. De nada sirve la retórica política en México, la mayoría electoral, los aplausos a los gobernadores señalados, pues el juicio social medio está ahí. Es el juicio de la sociedad más poderosa del mundo (ahora con una carta de desquite y un líder que no le debe nada a ninguno de los enemigos declarados de su clase media).
La lectura es simple si se quiere ver: las instituciones en México deben sumarse a la cacería contra los asesinos de la sociedad norteamericana como ellos lo perciben (pero también de la mexicana que, con adicción o sin ella se ha vuelto rehén de estos mismos grupos), o prepararse a enfrentar consecuencias que los comentócratas oficialistas u opositores, no quieren ver y no declaran por el simple hecho de que no conviene.
Haber declarado a los cárteles como organizaciones terroristas es el equivalente a la frase de César cuando cruzó el Rubicón: Alea iacta est (la suerte está echada). Y entre las legiones y el senado, las legiones suelen ganar.