Muy temprano por la mañana a una hora en la que el sol todavía duerme esperaba inquieta al pesero que me llevaría a la secundaria. A lo lejos vi las luces de un vehículo que se aproximaba, sin que yo hiciera seña alguna, el chofer hizo la parada, abrió la puerta de la combi. Me subí sentándome del lado de la ventanilla, al ver que era la única pasajera abracé mi con fuerza mi mochila, decidida a bajarme en la siguiente parada. Una cuadra más adelante, el chofer apenas detuvo la camioneta y se subió un hombre en la parte delantera. Ninguno habló, el silencio y la oscuridad me aterraron, mis sentidos y mi cuerpo se paralizaron.
El tipo que se había subido, de un brinco se pasó a la parte de atrás, con violencia me arrebató la mochila y comenzó a golpearme con furia. Mis gritos se ahogaron en su mano áspera que tapaba mi boca, mientras con la otra tocaba mi cuerpo. “Hice lo que pude, mamá, pero me venció…” la camioneta se detuvo y los hombres intercambiaron lugares, cuando el chofer estaba sometiéndome apenas podía moverme, los golpes me debilitaron, estaba perdiendo el conocimiento, sentía que mi cuerpo se transformaba como el de aquella muñeca de trapo que alguna vez tuve, carente de fuerza, de voluntad, sin alma ni vida.
Tiraron mis restos en un paraje desierto muy lejos de la esquina de mi casa. Mi madre sigue buscándome, no se cansa, sus infinitas lágrimas riegan cada fosa. Sólo ella me busca, sé que nunca me encontrará, porque estoy lejos y muchos metros bajo tierra. Quisiera decirle desde acá, que no estoy sola, que ya no llore, que estoy con las otras, que descansamos en paz…