Se pueden ubicar tres etapas en la consolidación de las fuerzas armadas en el país, todas ellas con sus propias complejidades; una primera irrumpe con la integración de los ejércitos revolucionarios con Pablo González, Francisco Villa y Álvaro Obregón, y del nombramiento de este último como Secretario de Guerra en el gobierno pre- constitucional de Venustiano Carranza, en demérito de Felipe Ángeles.
Un poco después, con el inicio de la Constitución de 1917, es posible señalar el comienzo, también, de un esfuerzo complejo tendente a la institucionalización del ejército mexicano -donde destacó la labor del General Joaquín Amaro- dentro de un recorrido que atravesó por distintos momentos de fractura y de depuración de sus integrantes en el marco de las pugnas que escenificaron los jefes militares, especialmente en los conflictos que tuvieron lugar con el asesinato de Carranza, la rebelión delahuertista, el asesinato de Obregón, la rebelión escobarista y el levantamiento de Saturnino Cedillo; sin dejar de mencionar la participación de Juan Andrew Almazán como candidato de oposición en los comicios presidenciales de 1940 y de Miguel Henríquez Guzmán en los de 1952.
La década de 1950 avanzó hacia una mejor integración y profesionalización del ejército, pero su capacidad como organización disciplinada fue una especie de tentación para involucrarlo, más tarde, en actividades que no le eran propias, de lo que derivó la etapa más crítica que haya enfrentado con la famosa guerra sucia y de su intervención en el movimiento del 68; el contexto de entonces fue marcado por la guerra fría en su escisión en los dos polos mundiales representados por el comunismo y el capitalismo, con su cauda de confrontación ideológica y de los excesos de uno y otro bando, así como de las tensiones que generaron.
El proceso de la transición democrática del país puso a prueba a las fuerzas armadas, especialmente cuando llegó el momento de la alternancia política; ahí los cuerpos militares mostraron un comportamiento ejemplar, de sometimiento al orden civil, pero pronto fueron reclamados sus servicios en las tareas de seguridad tal y como ocurriera en el gobierno de Felipe Calderón, de modo que intervinieron en lo que se conoció como acciones conjuntas.
Desde entonces el acompañamiento de las fuerzas armadas en labores de seguridad interior ha sido una constante. La premisa básica es que la participación de los militares en tales tareas debe ser contingente y de coadyuvancia, conforme a las necesidades surgidas de circunstancias extremas; en sentido contario implica que el diseño de la seguridad se oriente a no depender de la contribución de las fuerzas armadas y que la organización del cuerpo civil pueda desplegarse de forma solvente, por sí mismo.
Una condición vertebral es que la institución central en materia de seguridad nacional tenga un mando civil; pues, en contra parte, uno de carácter militar puede suponer una expectativa de mayor eficacia, pero también una tendencia a violentar derechos humanos y caer en excesos, producto de su vocación y naturaleza castrense.
Entre los supuestos necesarios se encuentra, el que la participación de los cuerpos militares no sólo esté sujeta a una entidad civil, sino que también responda a las disposiciones regulares que ordenan el desempeño de los cuerpos policiacos y que hace posible el eventual juicio de sus integrantes por tribunales civiles.
Tema fundamental es el relativo a la fiscalización y revisión exhaustiva sobre las labores y prácticas que tienen lugar para brindar seguridad a la población, a fin de impulsar una cultura de legalidad y de legitimidad respecto de la función que desempeñan los contingentes, cuerpos e integrantes de los organismos responsables. Es posible que exista colaboración entre instancias, pero es indispensable que ésta se realice en un marco que genere confianza tanto a la sociedad como a los cuerpos que intervienen.
Por lo anterior, resulta claro que la participación de las fuerzas armadas en labores de seguridad interior no es posible resolverla con un simple sí o un no como respuesta; más allá de ello, es necesario insertar el tema en el desarrollo de un andamiaje que regule de forma eficaz dicha colaboración, cuando se requiera y, en su caso, como parte de un ecosistema de claro perfil y vocación civilista. Al final la política de seguridad no puede abandonar el sello de su componente político y, está claro, que el mando militar no debe devenir, ni siquiera por asomo, en dominio o forma alguna de definición o protagonismo político.