Si se considera el hecho que tuvieron que pasar 10 años, desde 1910 hasta 1920, para que un gobierno pudiera completar su período de ejercicio, podrá advertirse la prevalencia de pugnas, asonadas, revueltas y rebeliones que vivió el país en esa etapa. En paralelo, la ausencia de partidos con presencia más allá de meras coyunturas y cuya participación fuera básica para la política, trajo a colación la centralidad que tuvieron los jefes militares, así como los ejércitos que ellos integraron, también la dificultad para armonizar el llamado Ejército constitucionalista, que atravesó por la difícil lucha de facciones.

Como secretario de guerra y Marina del gobierno preconstitucional de Carranza, Álvaro Obregón creó la Academia del Estado Mayor, que fue un precedente para la reapertura posterior del Colegio Militar, el cual se significó por ser una institución clave para la profesionalización del Ejército mexicano; pero todavía el peso de las estructuras militares y de sus liderazgos tendría un papel decisivo como ocurrió en 1923 con la llamada rebelión delahuertista que concitó y catalizó la inconformidad de buena parte de los mandos militares en el contexto de las elecciones de 1924 y de la inconformidad que tuvieron algunos respecto de la candidatura de Plutarco Elías Calles y de la intención que fuera el propio De la Huerta quien el que compitiera en las urnas.

Con ese antecedente el secretario de Guerra, Joaquín Amaro, se esmeró en la profesionalización del Ejército; entre las destacadas medidas que puso en marcha estuvo la reorganización geográfica a partir de 33 zonas militares lo que impactó en, prácticamente, eliminar los ejércitos privados que vivían como rezago de una estructura de poder político y económico de carácter regional y que se vinculaba al cacicazgo y el caudillaje, para tal cometido impulsó exitosamente el plan de reorganización del Ejercito y sus tropas en una labor que abarcó de 1924 hasta 1931.

Ante el asesinato del presidente electo, Álvaro Obregón en 1928, y de cara a los trascendentales eventos de la designación del presidente provisional y de la nominación del que competiría en los comicios para elegir a quien encabezaría el gobierno de 1931 a 1934, Calles, posterior a rendir su cuarto y último informe, planteó la ruta política para encaminar el proceso que permitiría solventar la situación tremendamente compleja de entonces; el sonorense realizó un cónclave con los principales generales de la que, en voz del general Andrew Almazán, se llegó el acuerdo, conforme a los planteamientos del presidente Calles, de que ningún general debería llegar a la candidatura presidencial, ni para el caso del provisional, ni para la elección constitucional.

A pesar de lo anterior, el general José Gonzalo Escobar en compañía de otros militares de alto rango, encabezó una rebelión armada que fue conjurada por el propio Calles, cuyo estallamiento tuvo lugar justo cuando se realizaba la Convención constitutiva del PNR en marzo de 1929. Otros hechos habrían de ocurrir en el marco de la participación de integrantes y líderes del Ejército en la lucha por el poder político, como fue el levantamiento del general Saturnino Cedillo en contra del gobierno de Lázaro Cárdenas en 1938, y después, por la vía de la participación formal en las candidaturas presidenciales, la de Juan Andrew Almazán para los comicios de 1940 y la del general Miguel Henríquez Guzmán en 1952.

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Como se sabe, la consolidación del civilismo se detonó con el gobierno de Miguel Alemán en 1946 y de ahí en adelante los gobiernos tuvieron ese perfil, al tiempo que el Ejército Nacional destacó por su lealtad institucional y por ser factor de estabilidad política mediante una actuación sin mancha y subordinado a la presidencia de la República, lo que marcó una de las diferencias que ha sido esencial respecto de otros países de América Latina, respecto de no haberse escenificado golpes de Estado en la historia moderna de México. Lo importante a señalar es que la construcción de esa estabilidad política y de su institucionalidad fue un proceso complejo en el cual ha tenido un papel relevante la actitud del Ejército y la consolidación del proceso democrático de México que, si bien inacabado, ha sido fundamental para trasladar la lucha por el poder hacia los procesos políticos electorales.

Ese complejo tracto que llevó a la institucionalidad y a la lealtad del Ejército tuvo que ver, en mucho, con separarlo de la política, de subordinarlo al mando civil, de evitar su involucramiento con los partidos - a pesar del lapso del sector militar en el PRM-, y de alejarlo también en la protagonización y definición de las políticas públicas, para enfatizar siempre su carácter instrumental, auxiliar y subordinado a las tareas que emanan de la autoridad civil.

Ninguna sospecha existe para dudar de la lealtad e institucionalidad del Ejército, pero no resulta razonable alterar los factores que han hecho posible tan alto logro. Nuevas condiciones de la participación y responsabilidades directas del Ejército, que no emanan de su tarea esencial, tienden a modificar el diseño que ha permitido la pulcritud de su actuación, sin que quede claro la razón de cambiar así una ecuación de probada eficiencia, especialmente por suponer que así se logrará un mayor éxito en la lucha contra la delincuencia organizada, pues ya ocurre la colaboración del Ejército en tal tarea.

Sorprende ahora la determinación del gobierno y de su partido para que la SEDENA tenga el control y responsabilidad directa de la Guardia Nacional, como una posición que contrasta con los pronunciamientos que tuviera previamente en el sentido de sacar al Ejército de las tareas de seguridad pública y que también contraviene a la reforma que se hizo para crear la Guardia Nacional, que finalmente fue aprobada en el senado de la República con modificaciones al proyecto original en donde se enfatizó que la Guardia nacional sería una institución de seguridad pública de carácter civil y con la previsión en su quinto transitorio de que de que las Fuerzas Armadas se retirarían paulatinamente de esa tareas, conforme se publicó en el DOF en marzo de 2019.

Lo primero a señalar es que en tratándose de una materia tan delicada como la seguridad pública y más en las circunstancias que vive el país, genera una gran preocupación una definición estratégica oscilante y que deriva en modificaciones sustantivas en cuanto al entramado legal que la soporta, y dentro del período de responsabilidad de un mismo gobierno; lo menos que se puede decir al respecto es la poca seriedad de una posición de tal naturaleza.

Por otra parte, la sobre manipulación del papel del Ejército en las tareas de seguridad pública y de la modificación de las condiciones en que lo realiza, tampoco parece prudente. Los vaivenes en la forma de conceptualizar la lucha contra ese flagelo, de abordar el problema y de definir el andamiaje institucional para hacerlo, muestran una actitud de ensayo-error que no beneficia a nadie, pero mucho menos a la población que padece la inseguridad y despliegue de las bandas delictivas.

A su vez, el Ejército variará de forma fundamental su responsabilidad y lo hará de manera incremental, pues pasará de un estatus de colaboración y coadyuvancia a una de responsabilidad directa, que supondrá una cierta politización en el sentido de dejar de tener un papel meramente instrumental para ser parte de la definición de las políticas públicas en ese ámbito. Se trata de una modificación que pudiera parecer de tono, pero más que eso lo es de fondo. ¡Cuidado!

Si por militarización se entiende la ampliación del tamaño y de las tareas del Ejército hacia ámbitos que no les son naturales, y por politización se advierte su responsabilidad directa como titular en el desempeño de nuevas atribuciones de carácter público que lo conducen a tomar decisiones de política de gobierno, debe concluirse que nos encontramos en una fase de militarización y de politización del Ejército; tan graves la una como la otra. A no olvidar que los grandes logros del presente, como la estabilidad que aporta el Ejército, ha tenido una construcción intrincada; pero llamar, aunque sea de forma simulada, a los barruntos de otra etapa, no conviene.