Tendría yo 12 años. Vivíamos mis padres y mi única hermana en la entonces colonia Narvarte. Un edificio antiguo pero que para mí era mi refugio. Eso que tenemos la dicha de llamarle “hogar”. Era 19 de septiembre de 1985.

Ese día era Jueves. Yo iba en sexto de primaria. A las 7:17 con 49 segundos mi madre se encontraba peinándome dentro del baño para ir a la escuela. Recuerdo que me paraba encima de un banquito para que pudiera alcanzarme.

Mi padre ya portaba su traje azul, su corbata perfectamente puesta; se había perfumado y se veía guapísimo.

Mi única hermana, Adry, quien tendría 25 años se alistaba también para irse a trabajar.

De pronto, tronó todo el edificio y empezó el terremoto. Mi padre era un padre ausente pues siempre estaba inmerso en el trabajo. Que él hubiera estado ahí en uno de los episodios más fuertes de mi vida, fue un milagro. Supongo que alguna cosa lo detuvo que se regresó a casa y estuvo con nosotras durante el sismo.

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Teníamos un pequeño perrito maltés que se quedó encerrado en la recámara donde dormíamos mi hermana y yo porque por la fuerza del terremoto,  todas las puertas empezaron a  azotarse.

Y ahí se dejó venir con toda su furia el temblor. Nos encontrábamos bajo una lámpara en medio del pasillo del departamento, como si esa lámpara fuera el mismo Dios protegiéndonos.

Creo que más allá de recordar el susto que sentí, recuerdo la sensación de protección de mi padre, pues nos abrazaba a todas, sobre todo a mí por ser la más pequeña. Sentir su abrazo, su cobijo y su protección es algo que llevo marcado en mi alma todos los días. Porque mi padre, aquel que yo amaba y veía como a mi héroe, no le era fácil demostrar su cariño con caricias y abrazos. Él era parco, durísimo y hasta cierto punto violento.

Pero ese día nos abrazó y solo recuerdo sus manos fuertes cobijándonos... Nunca más volvió a abrazarnos así.

Hoy que escribo esto y estando por cumplir cincuenta años, los recuerdos del terremoto me vienen a hablar de que en mi infancia tuve una familia y fui amada.

No de la forma en que esperaba sino de la forma en que pudieran amarme.

Hoy mis padres y mi hermana ya no están en este plano, pero un día como hoy agradezco aquel abrazo y aquel cobijo que sentí.

En un día como hoy rezo por todos aquellos que perdieron la vida y por los que perdieron a algún ser amado.

Rezo porque las heridas que hoy se abren nos lleven a un lugar de amor y de reconciliación con aquello que no entendemos pero que sucedió y así es como a veces hay que aceptar las cosas.

Uno de mis más grandes miedos desde siempre han sido los temblores. También bastante harta de ellos es que decidí abandonar mi ciudad.

Después de todos estos años, jamás he sabido a dónde correr cuando mis miedos me han acorralado en mi vida desde que mis padres y mi hermana no están.

Admiro profundamente a la gente que sigue enfrentándose a vivir en una ciudad altamente sísmica. Supongo que también son unos héroes.

El ser humano aprende a adaptarse siempre, decía mi padre.

No sé si sea cierta la teoría que dice que ha temblado fuerte en un día como hoy porque todos ponemos atención y concentramos nuestra energía en el tema de los temblores.

Ojalá hagamos lo mismo con respecto a nuestros políticos. Dirijamos nuestra mirada hacia la esperanza y hacia el bien.

Quizá se muevan las profundidades de nuestra alma para ser mejores seres humanos y todos al unísono lleguemos a por fin, firmar la paz.

19 de septiembre no se olvida. No se olvidan los que fallecieron y lo perdieron todo.

Y tampoco se olvidan los que nos abrazaron en el horror.

No se olvida.

Es cuanto.