La política mexicana siempre se ha encontrado atrapada en una peligrosa ilusión: la falsa sensación de perpetuidad que enferma a quienes detentan el poder. No es un fenómeno nuevo ni exclusivo de los oficialistas en turno. Pero hoy parece haberse consolidado como una creencia colectiva entre los que celebran las decisiones más polémicas del gobierno actual. Esa sensación de eternidad, de que las cosas siempre serán así, de que la estructura que ahora se desmantela solo beneficiará a los que hoy mandan, es tan errónea como peligrosa.
Quienes hoy aplauden la militarización total del país, la desaparición de órganos autónomos o el desmantelamiento del Poder Judicial, lo hacen desde la certeza de que el país está en buenas manos. Se han convencido de que los actuales líderes son confiables y que, por lo tanto, no hay necesidad de preocuparse por los contrapesos o las instituciones que, en otras circunstancias, servirían de freno ante posibles abusos. Sin embargo, esa confianza ciega; se sustenta en la temporalidad de su poder; ignora una verdad fundamental: nada es para siempre.
El problema no es el presente, sino el futuro. En algún momento, inevitablemente, la oposición llegará al poder. ¿Qué sucederá entonces? Si hemos destruido las instituciones que limitan los excesos del poder, si hemos debilitado el Estado de derecho y eliminado los contrapesos, habremos creado un sistema que favorece el abuso y la impunidad. Los que hoy se sienten seguros por su cercanía al poder, mañana podrían ser las primeras víctimas de esa estructura endeble que tanto celebran.
Y es que la historia de México —y del mundo— nos enseña que el poder es cíclico. Lo que hoy favorece a unos, mañana puede volverse en su contra. No obstante, parece que no hemos aprendido la lección. Seguimos alimentando el resentimiento, la mezquindad y el encono entre nosotros, repitiendo una y otra vez los mismos errores. Mientras no nos curemos de estos vicios, mientras no aprendamos a mirar más allá de nuestras diferencias y a construir instituciones sólidas y duraderas, seguiremos atrapados en este ciclo de revanchismo y violencia.
En última instancia, el problema no es el gobierno de turno, sino la falta de visión a largo plazo. Nos dejamos llevar por la euforia del momento, por la ilusión de que el poder que hoy ostentamos es perenne, cuando en realidad estamos sentados sobre un barril de pólvora. El día que explote, nos daremos cuenta de que los que ayer celebraban el desmantelamiento de las instituciones serán los primeros en sufrir las consecuencias. Porque, como bien dice el dicho, el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente.
Es momento de hacer una pausa y reflexionar. Si no ponemos freno a esta tendencia, el día de mañana el país será gobernado por quienes, desde la oposición, actuarán con la misma arbitrariedad y sin rendir cuentas, aplicando una venganza constante y sistemática que solo perpetuará el círculo vicioso en el que estamos atrapados. Es un camino peligroso, pero todavía estamos a tiempo de corregir el rumbo. Si no lo hacemos, estaremos condenados a repetir nuestra historia, una y otra vez, sin aprender nada.
Nos corresponde a todos, políticos y ciudadanos, aprender a pensar en el largo plazo, en un país que pueda sobrevivir más allá de los caprichos y ambiciones de quienes hoy detentan el poder. Porque si no curamos nuestras heridas, si no aprendemos a ver más allá de nuestras divisiones, nunca podremos construir el país que realmente necesitamos.