Shylock: “¡Qué juez! ¡Oh, sabio juez! ¡Qué joven doctor!

La justicia institucionalizada, que desplazó en la modernidad a la justicia comunitaria, no es una garantía universal, sino un producto histórico, político y estatal. Creer lo contrario es caer en la ilusión moral del mal discurso metafísico e idealista de los derechos humanos, esa ideología eurocentrista nacida de una declaración de derechos universales producto de la vergüenza y el arrepentimiento hipócrita en 1948.

Por más que se repita en los círculos académicos del discurso convenientemente correcto, por más que se consagre en tratados y se recite en discursos institucionales, hay que decirlo con claridad: el acceso a los jueces no es un derecho humano. Nunca lo fue, nunca lo será. No existen los derechos naturales y menos tal cosa como un derecho natural a que un burócrata, educado en escuelas y facultades de Derecho, con peluca o toga escuche tus penas y dicte sentencia.

Este mito moderno, adornado con retórica moralista y buenas intenciones, merece ser desmontado. Aquí van diez razones para dejar de creer en él:

  1. Michel Villey lo explicó sin rodeos: los derechos son invenciones históricas, no verdades eternas. En la naturaleza no hay tribunales ni demandas ni magistrados. El acceso a la justicia es un invento moderno. Decir que es un derecho “humano” es ahistórico y absurdo.
  2. Carl Schmitt lo dijo claro: todo juez es una criatura del Estado. No hay justicia institucionalizada sin soberanía, sin Constitución, sin aparato estatal. El juez no surge de la dignidad humana, sino del poder político.
  3. Para Hans Kelsen, el único derecho que existe es el que está en las leyes. El acceso al juez no está en los cielos, sino en los códigos. Si no está normado, no existe: punto.
  4. Jeremy Bentham se reía de los “derechos naturales”. Decía que eran “tonterías en zancos”. Y tenía razón: ¿de qué sirve el “derecho al juez” si no hay procedimiento que lo haga realidad? Es solo retórica hueca.
  5. Brian Tamanaha lo advierte: tener jueces cuesta, tener cortes cuesta. No todos los países pueden garantizar ese “derecho”. Y exigirlo como obligación universal es ignorar la realidad material del mundo.
  6. Isaiah Berlin, que no es santo de mi devoción, distinguía entre libertades negativas (no ser molestado) y positivas (que te den algo). El acceso al juez es una libertad positiva: depende del Estado, de recursos, de política. No es inalienable.
  7. Costas Douzinas denunció cómo los derechos humanos muchas veces son solo la forma en que Occidente impone su modelo jurídico al mundo. El “derecho al juez” es parte de eso: una receta eurocéntrica vendida como moral universal.
  8. Lon Fuller defendía la mediación, el arbitraje, la justicia comunitaria. No todo conflicto necesita toga y estrado. La obsesión por el juez como única fuente de justicia es una patología moderna.
  9. Giorgio Agamben enseñó que el derecho puede ser un instrumento de control. El juez no siempre es el salvador. A veces es el brazo visible de la excepción legal.
  10. Slavoj Žižek, que sí está en mi santoral filosófico, lo sintetizó mejor que nadie: inflar el catálogo de derechos humanos hasta incluirlo todo los vacía de sentido. El acceso a la justicia debe discutirse políticamente, no consagrarse religiosamente.

No se trata de negar la importancia de una justicia accesible. Se trata de dejar de fingir que todo lo bueno es un derecho humano. El acceso al juez es un diseño legal, una política pública; no es un dogma, no es sagrado. Y como tal, debe debatirse, cuestionarse, reformarse. Porque una sociedad democrática no necesita mitos jurídicos: necesita política real.

En el contexto de la próxima elección de personas juzgadoras, neologismo que detesto, hay un acierto y un error: el poder judicial debe elegirse, acierto democrático; el poder judicial deben ser los jueces, error y horror tecnocrático. Ha llegado la hora de debatir en contra del monopolio que sobre la ley ejercen los abogados y los jueces para recuperar la justicia ciudadana, esa que los griegos llamaban la Heliea.