El gobierno anterior mantuvo la tesis de que la mejor política exterior es una buena política interior; pero, independientemente de la valides de esa proposición, lo contrario parece inobjetable; es decir que una mala política interior conlleva al deterioro de la política exterior. Todo indica que eso último sucede en cuanto a las relaciones de México con Estados Unidos y Canadá.
Así, es de mencionarse que el modelo de las decisiones que se han instrumentado a través de las reformas impulsadas por el gobierno, como lo son la relativa al poder judicial, la de desaparición de los órganos autónomos o de la supremacía constitucional, muestran un perfil de centralización del poder presidencial, de adelgazamiento de los procesos de regulación profesional de la tarea pública y de eliminación de contrapesos entre los poderes, que resultan disfuncionales en cuanto a la proyección de una política interior estable, que brinde confianza y certidumbre desde la óptica externa.
Al mismo tiempo, factores como la tremenda criminalidad que azota a diversos estados y regiones del país en el marco de la presencia irrefrenable de la delincuencia organizada en Sinaloa, Zacatecas, Guanajuato, Guerrero, Chiapas, Tabasco, Morelos y que recientemente acomete en Querétaro, plantea una situación crítica que es contraria al propósito de generar un clima propicio para las inversiones.
Se suma a ese contexto un flujo de migrantes que atraviesan el país desde la frontera sur y cuya atención ha sido errática, como también ha sucedido con las políticas empleadas por el gobierno mexicano al respecto y en donde han ocurrido algunos graves incidentes en el pasado reciente, y que han significado algunas muertes lamentables y violaciones a los derechos humanos.
Resulta claro que la gestión gubernamental mexicana -tanto la de los años recientes, como la que protagoniza el gobierno actual- mirada a través del rostro de algunas de las reformas constitucionales que se han impulsado recientemente, se encuentra muy lejos de contribuir o de aportar elementos que favorezcan la relación con un gobierno de Estados Unidos que está por iniciar su gestión y que ya deja ver una tendencia por abordar los distintos problemas de la agenda de su relación con México, desde una visión singularmente agresiva y en donde amaga desde una posición de fuerza e incluso con planteamientos temerarios.
Es evidente que se vive en un nuevo contexto internacional marcado por la integración y consolidación de regiones conformadas por la proximidad e intercambio comercial y económico de los países que las integran. Nuestra nación está inscrita en la región norte de América y desde esa óptica se plantean definiciones que sean funcionales a tal circunstancia; en la medida que no sea así, se elevarán las presiones de nuestros socios estadounidenses y canadienses y estará en riesgo la persistencia del tratado comercial que tenemos con ambos países y del que pende, en buena medida, nuestro desarrollo y crecimiento.
Desde luego que no se trata de abdicar de nuestra soberanía, pero sí de entender que tenemos la necesidad de impulsar medidas e instituciones que permitan el mejor entendimiento con nuestros socios comerciales; acciones que generen confianza, flujo de inversiones, entendimiento y cooperación. Pero la política interior de México se orienta hacia una tendencia claramente autoritaria y discrecional que contraría el objetivo de impulsar una mejor interlocución con ellos.
La desaparición de los 7 organismos autónomos que se decidió suprimir, especialmente el relativo a la competencia económica y el de telecomunicaciones, así como el de la información pública y protección de datos personales, muestran que el gobierno tendrá un margen de alta discrecionalidad en temas fundamentales en donde la interrelación con inversionistas estará sujeta a condicionamientos que pueden ser no sistemáticos e institucionales por estar sujetos a los vaivenes de la coyuntura y de inclinaciones gubernamentales de carácter intempestivo.
A su vez, el nuevo perfil del poder judicial a través de jueces electos y sujetos a un tribunal de disciplina con amplias facultades para establecer sanciones sobre el comportamiento del cuerpo de juzgadores y juzgadoras, muestra un dominio y una sujeción a la determinación del poder ejecutivo, al grado tal que postula un claro dominio autoritario, en el sentido de marcar una voluntad incontrastable destinada a predominar para alinear los distintos intereses.
En esa misma dirección, la determinación para favorecer la reforma que estableció la supremacía constitucional da cuenta del sometimiento de la Constitución a la omnipotencia de la mayoría, sin consideración alguna a la necesidad de preservar y excluir, de esa mayoría, principios que deben ser inviolables por su carácter esencial.
Es evidente, el diseño institucional del país, la naturaleza de la gestión del gobierno y el marco normativo que lo define, se convierten en líneas tenues que pueden ser modificadas por la mayoría, conforme a sus necesidades y orientación, aunque éstas no congenien con la historia y los esfuerzos del país para consolidar su régimen republicano.
Cierto, la política interior puede ser -y todo indica que en este momento lo es- el principal obstáculo para una política exterior exitosa y eficaz, especialmente en la relación con nuestros socios comerciales estadounidenses y canadienses. En este caso no hay un piso sólido para asentar una buena política interior que favorezca a la buena política exterior. Sucede lo contrario.