La Constitución mexicana no es más una ley fundamental. A lo largo de sus más de cien años de existencia, desde aquel célebre 5 de febrero de 1917, la Carta Magna ha sufrido cientos de reformas que la han trastocado hasta límites otrora inimaginables.
No ha sido exclusividad de Morena ni de un solo partido político. Todos lo han hecho. Los presidentes en turno, una vez cómodamente instalados en Los Pinos o Palacio Nacional, han hecho uso de sus mayorías para llevar adelante reformas que han modificado, en un grado mayor o menor, las normas de convivencia de los mexicanos.
Si bien, como he dicho, lo han hecho todos los presidentes en el pasado, el obradorismo ha convertido a la Carta Magna en una simple pizarra o cuadernillo de notas donde pueden borrar, enmendar, tachar o adicionar cualquier ocurrencia surgida de la agenda política de AMLO, de Claudia Sheinbaum o de alguno de los impresentables líderes de las cámaras parlamentarias.
La voracidad parlamentaria ha conducido a estos individuos a destruir al Poder Judicial, a eliminar contrapesos, a desmantelar los mecanismos de transparencia y rendición de cuentas y a establecer absurdidades como la prohibición de vapeadores. Se trata, en suma, de una burda utilización de sus mayorías (espurias, por razones que se han abordado en el pasado relacionadas con la sobre representación ilegítima otorgada por el INE y refrendada por el Tribunal Electoral) para hacer de la Constitución la vía jurídica para imponer su proyecto político.
Su más reciente proyecto ha consistido en una reforma que prohíbe la reelección de legisladores y el nepotismo. No suena mal, en principio. Sin embargo, encierra numerosos cuestionamientos que deberán ser debatidos en otro momento.
Y la saga de las mezquindades continúa su curso. Según se ha anunciado, el oficialismo planea una reforma electoral que podría poner contra las cuerdas a un INE que terminará lastimado tras la implementación del bodrio conocido como elecciones al Poder Judicial.
En suma, no es buen momento para ser abogado constitucionalista. Se ha perdido la brújula y el sentido del texto constitucional como sitio de convivencia de la pluralidad política. La Constitución es contravenida, violada, enmendada, vejada, ultrajada e ignorada todos los días sin ambages ni límites, sea el Congreso, la presidenta o cualquier funcionario del oficialismo.
La Constitución ha perdido valor, peso, fuerza y legitimidad. La Carta Magna no es más una ley fundamental.