Este viernes se publicaron en la Gaceta Parlamentaria de la Cámara de Diputados las minutas que reforman y crean las leyes secundarias del Poder Judicial de la Federación (PJF). Con esto, se consuma el marco legal de la transformación institucional más polémica de los últimos tiempos. Bajo el pretexto de modernización, eficiencia y perspectiva de género, estas leyes encierran implicaciones que van mucho más allá de los titulares políticamente correctos. Y es que ni el INE tiene certeza de cómo ordenará sus recursos para cumplir con las disposiciones aprobadas y tampoco existe voluntad política para que el presupuesto anual del 2025 se ajuste a las nuevas necesidades para una elección judicial de esta magnitud.

Han sido reformadas Ley Orgánica del PJF, la Ley de Carrera Judicial y las modificaciones a la Ley General de Responsabilidades Administrativas aspirando a ser una arquitectura institucional popular. Aunque no promete independencia judicial ni la ausencia de incentivos perversos para que los grupos de interés apoyen juzgadores a modo. Sin embargo, al analizar sus disposiciones, parece que transitaremos a un sistema profundamente centralizado en manos del Órgano de Administración Judicial, un ente con facultades casi omnipotentes para gestionar recursos humanos, financieros y tecnológicos. Esta concentración de poder, en teoría diseñada para eficientar la justicia, abre la puerta a un control político sobre la operatividad del Poder Judicial. No hay certeza de cómo van a interactuar los poderes judiciales locales con el federal, pero el hecho es que el tiempo corre para que los congresos locales aprueben sus propias reformas a los tribunales y tengan igualmente elecciones.

El Tribunal de Disciplina Judicial ¿A quién va a disciplinar?

El nuevo Tribunal de Disciplina Judicial, anunciado con bombo y platillo como el guardián de la honestidad y la independencia judicial, corre el riesgo de ser utilizado como un instrumento de castigo selectivo. Bajo la premisa de velar por la integridad de la justicia federal, podría convertirse en un mecanismo más para silenciar voces disidentes dentro de un Poder Judicial que, ahora más que nunca, necesita contrapesos reales frente a los otros poderes.

El problema es que, en las leyes secundarias, la generalidad para sancionar deja un abanico abierto a la arbitrariedad. Por poner un ejemplo, si un juez se enfrenta en materia administrativa a una controversia en la que una persona resulte tener derechos en contra de la Administración Pública, en la que se le condene al gobierno por cualquier falta o adeudo contra aquella persona, ese juzgador podría ser procesado por dañar las arcas públicas con su resolución, aunque se tratare de una sentencia apegada al derecho.

Por otro lado, la Ley de Carrera Judicial, presentada como un avance hacia la profesionalización y la igualdad sustantiva, tiene un discurso que resulta atractivo en papel: mérito, imparcialidad y perspectiva de género. Sin embargo, el verdadero desafío será garantizar que estos principios no queden relegados a los documentos oficiales y que no se conviertan en simples herramientas discursivas para legitimar decisiones tomadas desde un centro de poder que responde más a intereses políticos que al Estado de derecho.

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Lenguaje incluyente en la ley

El cambio terminológico en la Ley General de Responsabilidades Administrativas, que ahora prefiere “personas servidoras públicas” en lugar de “servidores públicos”, es un gesto que, si bien refleja avances en lenguaje incluyente, palidece frente al riesgo de que las nuevas disposiciones sean utilizadas para disciplinar desde la verticalidad, anulando cualquier asomo de independencia en los órganos judiciales locales y federales.

Estamos ante un rediseño que profundiza la narrativa oficial de un Poder Judicial supuestamente renovado y democratizado. Sin embargo, el fondo de estas reformas esconde una realidad preocupante: el Poder Judicial de la Federación no avanza hacia su consolidación como árbitro imparcial de los conflictos, sino que parece sucumbir ante la tentación de ser el brazo ejecutor de quienes convenzan a las mayorías o quienes ostenten dinero, es decir, una dinámica política y económica.

En teoría, cada cargo a excepción del de Ministros y Ministras, tendrá una duración de 8 años. Posterior a ello, deberán someterse de nuevo a la voluntad popular. Es decir que durante el periodo que dure el cargo, los juzgadores deberían satisfacer los gustos populares que les permitan la reelección.

El riesgo de esta legislación secundaria radica en su capacidad de minar el principio de equilibrio entre poderes e independencia judicial. En lugar de fortalecer la justicia como pilar de la democracia, estas leyes pueden representar el fin de lo poco que funcionaba y el inicio de un sistema subordinado al poder político de turno.

¿Es este el Poder Judicial que México necesita? Más allá de los discursos de igualdad y profesionalización, la respuesta dependerá de la capacidad de la ciudadanía, la academia y los operadores jurídicos para exigir que estas normas no sean el epitafio de la justicia, sino el punto de partida hacia una auténtica renovación judicial. Por algo, aún con los mejores abogados, la tendencia será la mediación, conciliación, arbitraje y negociación.