Cuando el pueblo renueva representantes políticos mediante elecciones democráticas también renueva mandatos y obliga a actualizar agendas prioritarias. Es el caso de México hoy.
Aquí el mandato es claro: transformar el régimen político o el conjunto de instituciones que se relacionan con la sociedad, dicho en breve: para garantizar de mejor forma sus derechos individuales y colectivos bajo los principios o valores de libertad responsable, igualdad real y fraternidad activa en clave intercultural.
Eso significa que el régimen que está en proceso de ser reemplazado, aun cuando propició positivamente la transición al pluralismo con candados y las alternancias políticas a lo largo de tres o cuatro décadas, ha incurrido en aporías y disfunciones notorias. Este argumento es clave y me obliga a explicar
Una aporía es la insuficiencia práctica de conceptos e instituciones para dar cuenta de un fenómeno real y orientar las conductas sociales en favor de propósitos valiosos pata la audiencia participativa relevante.
Una disfunción es la dinámica propia de un sistema que en su diálogo con otros sistemas produce más negativos que positivos para mantener, al final de cuentas, la estabilidad y legitimidad de las propias instituciones y la integridad del país, es decir, la seguridad nacional en un entorno mínima o suficientemente democrático pluralista pro-derechos, sí, pero gobernable.
Visto así, la extensa e intensa discusión que se ha desatado entre juristas y no juristas –algunos de estos colegas entrañables y muy respetados– en torno a las próximas y trascendentes decisiones del INE y del TEPJF sobre la fórmula para convertir los votos en escaños en las cámaras del H. Congreso de la Unión, en particular en la Cámara de Diputados, seguirá hallando argumentos pertinentes para apoyar cualquiera de las dos posiciones.
A favor de la sobrerrepresentación más allá del 8% hasta conseguir mayoría calificada de los asientos o dos tercios de los 500 diputados podrá esgrimirse el criterio de que “ley posterior prevalece sobre el anterior”.
Seria así de simple pues desde 2008 y luego 2014 los partidos eliminaron de la ley secundaria la referencia a las coaliciones, de tal suerte que si el primer párrafo del artículo 54 remite a la ley, esta deberá obedecerse en términos de una subsunción o deberá entenderse que a los valores o propósitos del pluralismo o la representación proporcional o auténtica los legisladores antepusieron el de gobernabilidad o eficacia de la representación.
En términos de teoría jurídica, esa sería, digamos, la solución ortodoxa tipo Hans Kelsen.
En contra se alega, fuertemente, mediante el uso de los argumentos histórico, teleológico, sistemático y garantista pro-persona, que la constitución democrática y la jurisprudencia constitucional vigentes se sostienen precisamente en los principios –explícitos o implícitos- del pluralismo político, proporcionalidad o voto igual y auténtico, y que el enunciado que prohíbe el exceso de sobrerrepresentación es aplicable a la noción de “coalición” en términos de “fuerza política mayoritaria”, aunque “coalición” haya sido eliminado de la LGIPE en 2014.
Se tendría que interpretar que si el propio artículo 54 advierte en su fracción I que para acceder a la representación proporcional un partido debe inscribir candidaturas en al menos 200 distritos uninominales, resulta que solo MC lo hizo, pero no lo hicieron y no tendrán derecho a RP ninguno de los partidos de las dos coaliciones.
Asumir lo contrario sería igual a una contradicción flagrante pues se aceptaría que los candidatos de mayoría no se inscribieron al amparo de partidos sino de coaliciones, lo cual viola el artículo 54, pero pretenden representarse en 8% o más por cada partido, lo cual parece correcto, pero luce contrario al sentido inicial del precepto.
En términos de teoría jurídica, esa sería la solución mas cercana al “garantismo” propuesto por Luigi Ferrajoli.
No se piense que las dos opciones de interpretación jurídica y justificación de la decisión que se avecina son las únicas
Un método adicional consiste en que el tribunal electoral, que en México es la última instancia para la resolución de este tipo de dudas, asuma una actitud que lo lleve a integrar hechos, evidencias, principios y fines a la luz de las circunstancias y produzca una resolución basada en principios que module el exceso de la sobre y de la sub-representación partidaria en la cámara baja, considerando desde luego el criterio intercultural o de las políticas preferentes de género y otras minorías, para otorgar o no la mayoría calificada a Morena y aliados.
En el contexto inmediato, o se privilegia la gobernabilidad y la eficacia parlamentaria, o se vota por la pluralidad intercultural efectiva y la proporcionalidad. Las dos soluciones podrían ser válidas, pero sólo una sería más legítima según la percepción pública si es que esta aún se corresponde con el mandato recibido en las urnas el 2 de junio pasado
Esta sería la solución apoyada en un “enfoque principialista” tipo Ronald Dworkin o Manuel Atienza, desde luego que a la mexicana.
Es de estimarse que el papel de las autoridades electorales de nivel constitucional ante casos difíciles es, precisamente, el de modular principios, reglas y directrices a la luz de la moralidad política sincronizada entre mandatos, normas y percepción pública.
Mucho hemos analizado y debatido los juristas que el papel esencial del tribunal constitucional radica en interpretar la Constitución y las convenciones internacionales en busca, en el extremo, de identificar esa moralidad política que anida en sus normas y los valores, intereses y consecuencias en juego en el contexto sociopolítico relevante en el que se toma la decisión.
Asi es que, además del tipo de argumentos ya citados, sugiero atender especialmente el argumento funcional o pragmático, es decir, las consecuencias de la decisión.
En este caso, las consecuencias son más que nítidas:
Entregar o no a la Coalición Sigamos Haciendo Historia la mayoría calificada en la Cámara de Diputados para facilitarle que reforme por sí sola la Constitución.
El “sí” implica consolidar el cambio de régimen político, incluido, paradójicamente, el propio mecanismo de control constitucional que hasta ahora representan el tribunal electoral, ademas de la Suprema Corte de Justicia de la Nsción.
El “no” podría precipitar, entre otros efectos, la búsqueda de votos parlamentarios muy costosos o imposibles, una renegociación de contenidos varios del llamado “plan C” de reforma electoral impulsado por el presidente Lopez Obrador y suscrito por la virtual presidenta electa, Claudia Sheinbaum.
Tambien podria significar, bajo una combinación de condiciones adicionales, el propiciar la convocatoria a elegir un congreso constituyente que en definitiva releve el régimen político heredado, cuyas aporías y disfunciones son claras