La FIL monstruo

Siempre he observado con interés pero con distancia el desarrollo de cada una de las ediciones de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que se ha convertido en un monstruo de libros y participantes inabarcable. Con franqueza, no comparto el entusiasmo de quienes se sienten felices de ir año con año, comprar mucho si pueden y leer menos, porque no se puede leer más de lo que no se puede. Prefiero criterios sobrios para adquirir libros y posturas intempestivas para observar y leer lo más clásico posible, y a partir de ahí construir la estructura mental y la sensibilidad del espíritu, digamos. No me agradan las ferias del libro, como tampoco los museos ni las exposiciones. No necesitamos a un Borges que nos diga la inutilidad de los demasiados libros; menos a Gabriel Zaid. Pero bueno, desde la piedra, el papiro, el pergamino y el códice, y del rollo al impreso y aun al digital, el artefacto sigue cautivando al espíritu. Y muchos quieren dejar su huella impresa, y muchos quieren hacer negocio con ello; y lo hacen, aunque la mayoría pierda.

La FIL de Guadalajara es un monstruo construido de editoriales –la más grande en el mundo hispanoparlante, se registra-, países invitados, escritores célebres, instituciones, premios entregados –incluyendo fiascos como al plagiario Bryce Echenique–, escándalos de políticos (de Peña Nieto a X. Gálvez), “figuras” y escritores (de Vargas Llosa a Taibo Segundo); incluso, los escándalos de su fundador ya fallecido a mano propia. Fundada en 1987, es la primera vez que asisto a esta Feria, no así a Guadalajara, ciudad agradable en la que he estado hasta en tres ocasiones distintas: a ver la ópera Turandot, de Giacomo Puccini en el Teatro Degollado; a cantar la opereta La viuda alegre, de Franz Lehár, en un foro televisa; y asistir al concierto de apertura de una nueva orquesta juvenil en el Conjunto de Artes Escénicas de la Universidad de Guadalajara.

Es decir, he estado en esa ciudad por razones básicamente escénico musicales; casi lo mismo que en esta cuarta ocasión. Casi, porque aunque no veré ni participaré en una puesta escénica ni ejecución musical, este 2024 seré parte de la presentación de la Universidad Autónoma Metropolitana del libro Noches de ópera, cuyo subtítulo no deja de tener gracia: Treinta y tantos años de ensayos y reseñas, crónicas, apuestas y reflexiones. La presentación será en el Foro de la UAM dentro de la FIL a cargo del compositor, académico e investigador Gabriel Pareyón, el autor del libro Vladimiro Rivas Iturralde, profesor, escritor e integrante de la Academia de la Lengua Ecuatoriana, y quien esto escribe. Un libro absolutamente escénico y musical. Es decir que esta ocasión mantiene continuidad con mis visitas previas.

Como esta columna me encuentra en tránsito, viajo el seis de diciembre, el mismo día de la presentación, a las 18:00 h en el Foro de la UAM, he decidido anticipar la entrega de esta columna –que usualmente envío los sábados por la tarde para su publicación en domingo–, como una suerte de reporte anticipado de la presentación del libro. De todas maneras, el año pasado publiqué un texto sobre la obra de Rivas Iturralde que me sirve de base para mi exposición en la FIL de Guadalajara 2024.

Al mismo tiempo, lo más sencillo para esta ocasión se me ofrece en la oportunidad de compartir cuatro fragmentos musicales relacionados con los viajes realizados a Guadalajara. Al estar haciéndolo, me encuentro con la sorpresa de que puedo construir una interrelación, una comunidad entre ellos: un elemento equino. Presento los fragmentos en orden invertido: de esta cuarta ocasión a la primera hace algunos lustros.

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Los viajes a Guadalajara

Cuarto viaje. Una de las presencias más destacables en el libro Noches de ópera es el análisis de la columna vertebral de la obra de Richard Wagner. Tomando esa referencia, comparto un fragmento célebre de La valquiria, la segunda ópera de la tetralogía El anillo del Nibelungo. Aquí va “La cabalgata de las valquirias”, con la soprano noruega Kirsten Flagstad:

Tercer viaje. Entre el grupo de compositores que escuché en ese viaje, Telemann, Händel, Dvorak, Orff y Copland, he elegido a este último. “Hoedown”, la danza final del ballet Rodeo musicalizado por él y coreografiado por Agnes de Mille:

Segundo viaje. En esa ocasión andaba yo de gira con La viuda alegre, de Franz Lehár. En sentido caballuno queda, entonces, el Cancán. Inspirado en el galope o trote caballar como un baile de parejas durante la Belle Époque, pronto derivó en coreografías más provocadoras y se convirtió en un espectáculo parisién de cabarets. En la opereta lo bailan las chicas del Maxim’s de París a manera de jóvenes y briosas potrancas con energéticos movimientos de enaguas, patadas que dejan al descubierto piernas, muslos en liguero y nalgas; sonrisas, carcajadas, coqueteos, provocaciones, grititos sensuales…

Aquí está la entrada, canto y baile de Las Grisetas, las bailarinas del Cancán del Maxim’s: Loló, Jou-jou, Frou-frou, Clo-cló y Margot:

Primer viaje. En esa ocasión vi el en Teatro Degollado la ópera Turandot, de Puccini, que no tiene ningún fragmento caballar que yo recuerde. Pero, ¿cómo llega Calaf, el héroe de la historia, al reino de la fría, cruel y bella Turandot? En esos tiempos fantásticos no había trenes: no quedaba más que caminar o montar un caballo para largas distancias; pues así. Pero no sólo este dato da sentido al grupo de fragmentos que estoy compartiendo: cabalgata, rodeo y cancán. Recuerdo que en esa primera ocasión en que fui a Guadalajara hube de subirme a una Calandria. Siempre me han dado pesar los caballos que jalan carretas y carruajes, pero esa única vez me vi “obligado” a hacer “honores” a esa cruel tradición. Lo sentí, sobre todo, porque comparando los robustos caballos de Manhattan que tiran carruajes con turistas gordos (o los de Sevilla que he visto en película), los de las calandrias me parecieron lo que se llama en los ranchos, “criollos”, pequeños, cuando mucho medianos, y flacos. No lo volvería a hacer. Como ven, no soy en absoluto un buen promotor turístico.

Aquí va pues, “Nessun dorma” en la poética versión de Giuseppe di Stefano, su mejor versión quizá, la de México en 1952, que seguramente fue para un radio-concierto, pues no cantó esa ópera en este país:

Grisettes del Maxim’s bailando el Cancán.

Héctor Palacio en X: @NietzscheAristo