Es un honor ser una minoría rebelde, ser parte de aquellos que se sublevan contra la tiranía de las mayorías obnubiladas. Es un privilegio que se transforma en deber moral cuando el entorno se llena de ecos que repiten consignas, cuando el silencio del pensamiento crítico se torna ensordecedor y las voces disidentes se vuelven escasas. Porque en un mundo donde el conformismo se confunde con sensatez y la obediencia ciega con virtud, ser minoría no es un defecto, sino una insignia de valentía. Es un timbre de orgullo disentir y argumentar contra la falacia ad populum, esa que intenta convencernos con falsedades de que lo correcto se define por el número de adeptos y no por la calidad de las ideas.

Me niego a ceder ante la lógica perversa que sugiere que porque son más los que han optado por demoler instituciones, esta destrucción es, de algún modo, moral. Es una lógica que se sustenta en la mentira de que la mayoría, por ser mayoría, tiene razón, olvidando que las grandes atrocidades de la historia fueron frecuentemente respaldadas por multitudes. Yo, en cambio, elijo la senda difícil de defender el criterio propio, esa ruta que se pavimenta no con números, sino con convicciones. Soy de los que no dejarán de luchar porque la luz del intelecto prevalezca sobre la ignorancia, porque creo en la capacidad de la razón para disipar el fango de la necedad.

No me han de persuadir con embustes ni con diatribas. La retórica inflamada que brota desde la arenga presidencial y su mitote es poca cosa frente a las ideas claras, la inteligencia que cuestiona y la conciencia que no se doblega. Frente a la cháchara vacía y el populismo ramplón, se alza la integridad del pensamiento, la claridad del razonamiento que no sucumbe a los espejismos del poder ni a la seducción del autoritarismo disfrazado de redentor. Ser minoría no es un signo de debilidad; es una declaración de resistencia, un acto de rebelión que, aunque pequeño, es inquebrantable en su convicción de combatir la instauración de una autocracia.

Poco importa si nuestra lucha parece dirigirse, de manera inevitable, hacia el naufragio. Porque hay derrotas que llevan consigo la dignidad de haber luchado por lo correcto, por lo justo. Prefiero, mil veces, una derrota noble, que la claudicación de la voluntad y la identidad ante una mayoría que se arrodilla con devoción ante el altar de una demagogia colorida, pero vacía de sustancia. No quiero formar parte de esa feligresía política que se alimenta de promesas huecas y de discursos ensayados, que en su falta de inteligencia y sensibilidad prefiere la fuerza bruta y la mentira al diálogo y la verdad.

La resistencia es un acto solitario, pero poderoso. Es el fuego que, aunque pequeño, desafía las tinieblas. Ser minoría es, en última instancia, ser fiel a uno mismo, ser leal a los principios y no a los dictados de una masa manipulada. Porque la historia no la escriben siempre los vencedores, sino también aquellos que, aun en la derrota, supieron defender la luz frente a la ignorancia, la verdad frente a la mentira, la libertad frente a la opresión. Y en esa lucha, en esa resistencia silenciosa pero firme, es donde se encuentra la verdadera grandeza.