Nunca olvidaré el día en que un querido amigo de la familia me contó una historia sobre su bisabuelo.

Contaba que corrían las últimas décadas del siglo XIX. El bisabuelo de mi amigo cabalgaba por las extensas tierras de su hacienda en Chihuahua. Era un día soleado y pacífico. Pero la quietud de esa mañana se vio quebrantada por un espontáneo bullicio. El ruido sonaba a un centenar de metros de donde el hacendado se encontraba. Por lo que espoleó a su caballo y se dirigió al sitio del escándalo para averiguar de qué se trataba tanto alboroto.

Al llegar, se percató que un puñado de empleados suyos batallaban por amarrar a un niño, que se defendía lanzando mordidas, golpes, arañazos y patadas.

Cuando el terrateniente los alcanzó, su gente apenas lograba someter a la criatura. Después de lo que se notaba había sido un arduo intento, el grupo de jornaleros y rurales habían logrado amarrar al infante a un viejo mezquite. Acto seguido, mientras se disponían a acribillarlo a balazos, el patrón les ordenó que bajaran las armas.

—¡Alto el fuego!—gritó el señor— ¿Pero de qué demonios se trata esto? ¿Qué no ven que es un chamaco?

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A lo que el líder de la cuadrilla de empleados le respondió, mientras se limpiaba el sudor que le perlaba una frente empolvada y curtida por los interminables soles del porfiriato:

—Patrón, agarramos al chamaco este chingándonos un becerro. Por eso lo vamos a ajusticiar; con todo respeto, mi patrón.

El hacendado no daba crédito a sus ojos. El espectáculo se antojaba grotesco. Un niño harapiento, amarrado a un mezquite, con hombres armados a su alrededor, debatiéndose la vida, como si se tratara de una charla banal sobre el clima.

Que le robaran era imperdonable. Pero que permitiera que en su presencia asesinaran a un menor de edad, aturdía a la conciencia. Así que tomó una decisión.

—¡Desamárrenme el chamaco, chingada madre!—ordenó el jefe, después de meditar y cavilar sobre el asunto— ¡Luego, luego!

Sus hombres desamarraron al niño. Al desatarlo, cayó al fango y se le enterró medio rostro en el lodo. Por lo que el patrón lo ayudó a incorporarse y le limpió la cara con su pañuelo.

—¿Que me andabas robando un becerro?—preguntó el hacendado.

—La mera verdad, pos sí. Y no me rajó—respondió el niño, que no debía tener más de diez años.

—¿Y por qué me andas robando, chamaco? Tienes muchos huevos para estar tan joven. Abusado—le espetó el jefe, que lo escrutaba de pies a cabeza. Había algo en el párvulo que le suscitaba al señor una suerte de inquietud.

—Pos por hambre, ¿por qué otra cosa iba ser, jefe?

Tanta franqueza era imposible confundirla con desvergüenza. Consecuentemente, el dueño de la hacienda ordenó a sus chalanes que le regalaran el becerro, una vaca y un toro.

—Pero—le dijo el hombre al niño, mientras lo tomaba firmemente de los hombros—, si me vuelves a robar, seré yo quien personalmente te pegue un tiro en la frente, escuincle. Así que, toma lo que te doy y, ¡a la chingada! ¡Sáquese de aquí!

El tiempo pasó. Y los tiempos cambiaron en Chihuahua. Las décadas que le sucedieron al acontecimiento narrado fueron de barbarie y rabia en el norte de México. Un pueblo hambriento e indignado encausó toda su cólera contra los potentados del país.

Por supuesto que las haciendas fueron escenarios de tragedias, donde la rapiña, las violaciones, los asesinatos, se anteponían como una tradición divinizada por los dioses de una revolución que apenas empezaba a tomar forma.

Mientras tanto, un hombre comenzaba a devenir mito. Ya se hablaba que este revolucionario presumía de ser temido. Años después ostentaba como timbre de orgullo el poder hablar durante tres días, con sus noches, de todas las personas que había matado.

Eran momentos difíciles para los ricos en México. Se sabía que si la División del Norte irrumpía en tus terrenos, tenías que darte por muerto. Y pedirle al dios de tu preferencia que te fueras con una muerte sin dolores ni espantos.

Muchos hacendados emigraron al norte con lo que les cupo en los bolsillos. Otros, víctimas de un honor demagógico, se quedaron para ser fusilados.

No fue el caso del protagonista de nuestra narración inicial.

Aunque sí logró enviar a su familia a Europa antes de la debacle, al final lo apresaron los soldados villistas. Lo enjuiciaron. Se declaró inocente. Y para su sorpresa, la corte marcial revolucionaria lo declaró inocente.

Inaudito. Incrédulo y aturdido, el hacendado fue dirigido a una audiencia extra oficial con el general Viila, quien al verle esposado y sucio, se puso de pie, se removió el casco colonial y, aunque lacónico, sus palabras quedaron tatuadas en la memoria del hombre a quien instantes antes se le había perdonado la vida, a pesar de ser entonces uno de los más importantes hacendados del estado de Chihuahua.

—Señor X—le dijo con una voz estruendosa Villa—, hoy nos ponemos a mano. Porque aquél chamaco, Doroteo, a quien usted impidió que asesinaran por el simple robo de un becerro, soy yo. Ahora ando por ahí bajo el nombre de Pancho Villa. Pero somos el mismo. Así que vaya en paz. Y cuente con que la División del Norte, mientras siga bajo mi mando, jamás permitirá que se metan a sus tierras. Estamos a mano.

Y se tendieron la mano.

Villa cumplió con su palabra.

Me acordé de la anécdota, porque acabo de terminar de ver la serie Pancho Villa. El centauro del norte, en Star+.

La producción es espectacular. La calidad artística también es admirable.

Por lo que hace al contenido, no puedo negar que entretiene, divierte, emociona, cautiva y hasta asusta.

Lo único que yo criticaría es que el guión se basó en los libros de texto gratuitos de la Secretaría de Educación Pública.

No me refiero a la bazofia actual, la afrenta a la pedagogía que está por distribuirse en unos días. No. Estoy hablando de la historia oficial, la que sirvió como propaganda para un régimen, para el priismo. Porque fue ese aparato de estado, esa ideología, las que esbozaron el dibujo del Villa que nos retrata la serie.

Yo nada más creo en las apologías cuando se trata de víctimas y en las apoteosis, siempre y cuando se trate de futbolistas.

Por eso mi única crítica contra la serie producida por BTF es respecto al guión.

La serie parte de un adorno histórico. Porque es sabido que es falso que Doroteo Arango haya salido de su casa por haber defendido a su hermana de un violador.

La realidad es que Doroteo Arango Arambula nunca fue querido en su hogar. De hecho, se le consideraba una deshonra en casa. Por eso doña Micaela Arambula, su madre, lo despreciaba.

En la serie también se equivocan en el tema del funeral de doña Arambula. Arango nunca acudió a su velorio. Tan es así, que de manera simultánea al velorio de su madre, Doroteo asesinaba a don Natividad Bustamante el 12 de mayo de 1910.

Otro aspecto que ignora la serie es al delincuente habitual y asesino, Francisco Villa Hernández, líder de una banda de forajidos y criminales, que sirvió como inspiración para que el entonces joven Doroteo usurpara su nombre como alias para sumarse a la Revolución Mexicana.

Francisco Villa Hernández, zacatecano nacido en los años 50 de los 1800, comandó la red criminal que acogió al adolescente Doroteo, que, ahogado en deudas por su ludopatía, ya no podía sobrevivir de ser un pequeño cuatrero.

Por eso huyó Villa. No por otra cosa.

La serie tampoco menciona que Villa como gobernador fue xenófobo y tirano. Lejos de eso, nos lo pintan como un hombre abstemio y socialista.

Pancho Villa fue un gran revolucionario. Su liderazgo se destacó justamente cuando la Revolución Mexicana se quedó huérfana de ideología.

Fue entonces cuando el general Francisco Villa forjó su leyenda.

Pero tanto el priismo como la serie omitieron mencionar que el Centauro del Norte fue un infanticida, sádico, psicópata, violador, dipsómano, ladrón y asesino serial.

Este texto no pretende envilecer una serie digna de ser recomendada. Me pareció grandiosa. La intención es hacer historia comprensiva, que no es ni la de bronce ni la ajusticiadora.

Y es que cada capítulo demuestra con belleza e intensidad los atributos gentiles y nobles de Villa: su amor por Madero y su odio al espurio Huerta. También nos cautiva con el sentimiento de honor del revolucionario. Al final, el hombre fue partícipe de una lucha armada que derrocó a un dictador. México no podría entenderse hoy sin el villismo, cuya efigie fue irónicamente promovida por sus asesinos: los sonorenses.

Vale la pena ver la serie. Se las recomiendo mucho. Pero también los invito a leer sobre Villa.