Recuerdo el día que fui a esa casa. Ahí en la colonia Toriello Guerra, en Tlalpan, en el que era el Distrito Federal. Una residencia colonial mexicano. En sus muros destacaba el blanco combinado con azul intenso. La puerta de madera tenía argollas grandes para anunciar la llegada. Había un timbre también. Toqué ambos. Iba rápido a entregar un trabajo a la maestra Diana: Eran unas etiquetas para los libros y cuadernos de sus pequeñas hijas para el nuevo ciclo escolar. Nunca imaginé que me invitaría a pasar. Siguiéndola, crucé el portón. Al fondo había un jardín grande, y otro más pequeño a la derecha. Me condujo a la sala; el techo era alto, de doble agua adornado con gruesas vigas de madera; la chimenea enorme despedía aún cierto calor; en una montaña de cenizas ya blancas había algunas pequeñas brasas encendidas. Las escaleras hacia la planta alta estaban a la derecha. Su voz hacía eco en ese enorme e iluminado espacio. En la casa reinaba un silencio libre, fresco. Fue la última vez que la vi.

Unas semanas después, el 15 de noviembre de 2002, Diana, su familia y dos empleadas fueron asesinadas en esa casa. El homicidio múltiple generó conmoción en el país. Alrededor de las cinco de la tarde un vecino tocó el timbre, el mismo que había pulsado yo. Una de las jóvenes que trabajaba ahí le abrió la puerta. Orlando Magaña y un cómplice irrumpieron en la residencia, amarraron a Diana, a su hija y a las dos trabajadoras. Todo esto ocurría mientras su esposo e hijo y un amigo de éste estaban en el autódromo. Cuando regresaron, solo entraron los dos jóvenes porque el papá fue a su taller. Ricardo restauraba autos y tenía que hacer la entrega de uno. Al entrar, Ricardo vio a su madre y hermana atadas. Magaña le dijo: “no la hagas de pedo cabrón y muévete que también te voy a amarrar a ti y a tu amigo”. Las trabajadoras estaban también atadas y amordazadas.

Orlando pidió la factura de un Jetta y como no se la dieron esperó al padre a que regresara. Esa casa silenciosa y fresca a la que entré, la invadió la angustia y el terror. Transcurrieron treinta minutos eternos. Como Magaña conocía a la familia se dio cuenta que faltaba la otra niña. Desató entonces a Ricardo hijo y fueron por ella a casa de una amiga. Regresaron con ella y después llegó el papá.

Orlando Magaña optó por eliminarlos a todos. Asesinarlos a sangre fría. A batazos mató al papá. Bajó por Diana y luego por las niñas a quienes ultimó con una pistola. Después le quitó la vida a las dos trabajadoras. El último fue el amigo de la familia, Juan Pablo, a quien  le puso un cojín y le disparó en la cabeza. El asesino no se dio cuenta que el joven seguía con vida, quien se quedó inmóvil fingiendo estar muerto. Ya en el hospital, escribió con mucho esfuerzo: “Fue Orlando Magaña”. El asesino múltiple de Tlalpan fue condenado a más de 300 años de prisión. Su socio fue encontrado muerto después.

Todo el país estaba conmocionado con este terrible asesinato múltiple. Todavía recuerdo la suave voz de Diana y sus ojos grandes color miel…

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La violencia nos sorprendía entonces, nos removía sentimientos... nos deprimía. Ahora somos inmunes a las atrocidades. Si se encuentran diez cabezas humanas en alguna carretera o cientos de fosas en el territorio mexicano a nadie sorprende. ¿Estamos acostumbrados ya a las atrocidades? ¿Somos inmunes al dolor? ¿Nos ha invadido la insensibilidad? Diez mujeres son asesinadas cada día y ya no decimos nada. Ninguno de sus nombres se repiten, todos se olvidan con el frío deslizamiento  en la pantalla.

“Era otro México... Un país en el que podíamos andar a cualquier hora de la madrugada por San Juan de Letrán y no te pasaba nada. La avenida llena de luces de neón anunciando todo. Pero eso ya se acabó, ya no existe”, decía mi papá viendo a la nada, suspirando hondo. Y sí: ya no existe. El desapego, la indolencia, la impasibilidad que exhalamos se ha convertido en una negra sombra que nos cubre.

Somos seres fríos. Vivimos con desdén, nos conducimos con displicencia, respiramos ese aire violento y solo exhalamos indiferencia. Si puedes explotar a alguien laboralmente, ¿por qué no? ¿Por qué no matar o violar si no hay autoridad e impera la impunidad? ¿Por qué no hacer lo que se nos dé la gana con el prójimo si no hay justicia?

Karla Patricia Cortés Cervantes, conductora de Uber fue asesinada el pasado 29 de diciembre. ¡Una más! Y ella no es tendencia. Fue noticia efímera de otro asesinato, de otro feminicidio. Brisa su hija denunció que la Fiscalía de Investigación de Feminicidio quiere clasificar la muerte de su madre como homicidio doloso. Esto daría una pena menos severa al asesino, quien después de dispararle a Karla le robó su camioneta. Ella trató de defenderse. Su rostro tenía rasguños y sangre, su hija tuvo que identificar a su madre; en este país vivimos. Y ya nadie se inmuta.

Por medio de un comunicado la plataforma Uber lamenta el asesinato de su “socia conductora” Karla Patricia. ¿Socia? Un anzuelo vil para tener conductores y después explotarlos.

¿Ya no nos conmueve nada? La violencia, el abuso, la arrogancia y mezquindad, la infamia nos están invadiendo; recorren nuestras arterias como torrentes generando la indiferencia ante el dolor ajeno.

Nuestra sociedad está en detrimento. Nos estamos pudriendo por dentro. El odio se contagia; la malignidad se respira. Nada nos conmueve ni el abuso sexual al que fueron sometidos tres niños de un jardín de niños en Tlalpan. No, eso no es noticia importante ni siquiera para la Secretaría de Educación Pública. Ni la muerte de Karla, la conductora de Uber ni la desaparición de Nayeli Díaz en Nayarit ni la de Blanca Selene.

¿Acaso ya no le importamos a nadie? ¿Ya no nos importa ni nos sorprenden las atrocidades? Tenemos tiempo para recapacitar, ser más humanos, más empáticos para erradicar esta pandemia de insensibilidad, de indiferencia.