Declaró la presidenta electa, Claudia Sheinbaum, que el partido en el poder no se convertiría en uno de Estado; sin duda es esa una buena postura pues, en efecto, mientras tengamos un atisbo de régimen democrático no será posible mutar nuestro sistema partidista hacia uno de carácter único, ya sea de naturaleza ideológica o pragmática; pero vale la pena referir qué se entiende cuando se habla de partido de Estado.

Tal conceptualización fue aplicada, erróneamente, al PRI por parte de sus adversarios para exhibir su dominio dentro de un contexto de dudosa calificación democrática. Vale recordar lo que al respecto dijo Octavio Paz en un escrito de septiembre de 1994. “…El PRI no se ostenta como el dueño de una ideología global, un saber universal y enciclopédico que comprende todas las ciencias y las artes, como en los países comunistas, Tampoco ha intentado convertir a la sociedad en su imagen; al contrario, bajo su régimen la sociedad ha crecido, se ha diversificado y se muestra más y más independiente, mientras que en los países donde el Partido-Estado ha sido la realidad omnipresente se aniquilaron clases (…) En esos países los intelectuales y los artistas viven atemorizados; en México se les protege, se les premia y el Estado se disputa sus favores …”

De forma más certera, una definición que se corresponde a lo que fue la realidad mexicana y en ella el papel jugado por el PRI durante buena parte de su predominio incontrastable, es la que aportó el italiano Giovani Sartori, quien inspirado en dicha fuerza política estableció la tipología del partido hegemónico de carácter pragmático, ubicándolo en el marco de los sistema de partidos no competitivos; a su vez, con la idea de entender la competitividad más allá de lo establecido en el cuerpo formal de las disposiciones y de las leyes, de modo de llevarla al plano de la realidad, es decir de los resultados que se obtienen en las elecciones.

Así, se asumió que la no competitividad es un fenómeno que es producto de distintos factores, entre ellos los vinculados con las prácticas de gobierno, de la construcción de clientelas y de distintas condiciones que indican que la lucha política no se da en pie de igualdad. De ello resulta que la preeminencia de un partido hegemónico tiene como origen diferentes factores que tienden a favorecerlo.

Conforme a lo arriba expuesto, debe entenderse que la eventualidad de implantar un partido de Estado en México está conjurada; ello, en tanto se mantenga un régimen político y de gobierno de carácter democrático; pues éste supone que sólo podría ocurrir ese despropósito en el contexto de un régimen autoritario y, desde luego, no se plantea que sea así.

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Lo anterior implica, en cambio, que sí sería posible, como ocurrió antes con el PRI, hacer ahora del partido en el gobierno, Morena, uno de naturaleza hegemónica y, en esa línea argumentativa, derruir, entonces, la competitividad política, haciendo que sobre ella se asiente una nueva fase de predominancia del partido en el poder por la vía de gozar de condiciones ventajosas e inequitativas en la lucha electoral y de distintas formas de intervención del gobierno para favorecer a su partido.

Qué bueno que no se pretende instaurar un sistema de partido de Estado, pues lo contrario plantearía un viraje brutal para dirigirse por una ruta contradictoria respecto del proceso vivido por el país en su larga transición a la democracia; de modo que hacerlo plantearía una ruta sin correspondencia ni compatibilidad alguna con la expresión de un electorado que optó a favor de constituir una amplia mayoría en la conformación del nuevo gobierno, pero que se pronunció también porque esa mayoría tuviera su manifestación en el marco de la pluralidad política que se ha construido.

La mayoría por la que el electorado se ha pronunciado y la super mayoría que se ha construido por la literalidad asumida para eludir cualquier otra interpretación de las normas, alteró la proporcionalidad de las preferencias marcadas por el voto. Más allá de la inobjetable contundencia para producir el predominio de una fuerza política, no existe margen para que se interprete como respaldo a una dictadura de la mayoría y, por ende, a la cancelación, de facto, de la pluralidad política.

Si bien en la Cámara de Diputados el partido en el gobierno y sus aliados alcanzaron una preferencia que rebasó el 54% de los votos, el conjunto de la oposición alcanzó un respaldo que la acerca a la mitad de los sufragios. El mensaje de los votos es que la sociedad quiere ser gobernada por una clara mayoría, pero también desea que ello ocurra en un marco de contrapesos en el Congreso y de la presencia de una clara diversidad de fuerzas políticas.

Una lectura equivocada puede conducir al extravío democrático del país, como lo es ante los efluvios que tienden a producir la euforia por la super mayoría. A pesar de ello, las formas para obtener los votos que les han llegado a hacer falta en el proceso legislativo y que condujo a prácticas de cooptación de quienes eran adversarios a través de métodos inconfesables, parece mirar a la conversión de un predominio político que lance al país hacia una mayoría sórdida, prepotente, con vocación autoritaria y propensa a derivar en un sistema no competitivo que favorezca la existencia y predominio de un partido hegemónico.

No a un partido de Estado es una buena definición, pero igualmente debe rechazarse la conformación de un partido hegemónico. Se trata que la mayoría conviva en el marco consolidado de un sistema plural de partidos que ejerce su influencia y manifiesta sus capacidades. Sólo así estará el país a salvo de las tendencias autoritarias, y sólo así abrazará la democracia.